Está
dando que hablar. Celebramos ahora los 40 años de las Elecciones Generales del
15 de junio de 1977. Para muchos españoles, supusieron la culminación del tránsito
desde la orilla oscura de la dictadura de Franco –tras su muerte en cama, el 20
de noviembre de 1975– hasta la orilla luminosa de la recuperación de la
democracia y sus derechos. Los que se plasmarían en la Constitución Española de
1978, puesto que las Cortes que resultaron elegidas eran constituyentes.
Ejercitar de nuevo el derecho del voto –desde la última vez que se hizo en
febrero de 1936, durante la II República– suponía recuperar nuestra dignidad
como personas. Ver cumplido un sueño colectivo. De ahí la enorme alegría vivida,
desbordada en riada por las calles en los días precedentes. Con toda su
liturgia: de sopa de letras o siglas de los partidos políticos concurrentes,
eslóganes, mítines, etc. Con el “habla
pueblo, habla” se vislumbraba ya el horizonte de “una tierra que ponga
libertad”. Se dieron sentimientos
encontrados de incertidumbre, miedo y esperanza ante su desenlace. Este supuso
una apuesta por la moderación: UCD de Suárez (165 escaños) frente a AP de Fraga
(16) y PSOE de González (118) frente al PCE de Carrillo (20). Lo más sorprendente
para el mundo: que un país cainita como el nuestro fuera capaz de acometerlo en
paz. El desatado y bien desatado se hizo de ley a ley, con el empuje de los
reformistas del régimen y la complicidad
de la misma oposición, ante el temor de que se produjera otra guerra civil. Los
Procuradores de las Cortes franquistas se hicieron el haraquiri al aprobar la
Ley de Reforma Política de 1976, refrendada en referéndum por el 94,2 % del
pueblo español. Se levaban así las anclas del pasado. Hubo restauración
monárquica con Juan Carlos I, legalización del PCE, amnistía, autonomías, Pactos
de la Moncloa… Desde el consenso, sí. Mas, no faltaron intentos
desestabilizadores (terrorismo, operación Galaxia, 23-F, etc.). Aun así se ha
dicho que en realidad nuestra transición no concluiría hasta el ingreso de España en la
Comunidad Económica Europea, durante el Gobierno Socialista de Felipe González,
el 1 de enero de 1986. Lo cierto es que este espacio de 40 años transcurridos
supone el periodo de convivencia y
concordia democrática más largo de nuestra historia. En aras al progreso y a la
modernización, que han trasformado aquella España negra en otra multicolor. Como tan cierta es,
también, la fractura generacional abierta entre el 60% del electorado (mayores
de 45 años) que la vivieron y la recuerdan, con emoción, en positivo; y el otro
40 % que la conoce solo de oídas y lecturas y que la cuestiona. Porque, tras el
15-M de los indignados en 2011, muchos de los problemas de la política actual
(desigualdades sociales, corrupción, cuestión catalana, bipartidismo, ley
electoral…) son formateados por los relatos de la transición. Y en esas estamos
liados. Hubo, no obstante, un tiempo por aquí, tras los 40 años de soledad y
dictadura, en que fue preciso poner su nombre de nuevo a las cosas. Porque
estas carecían de él. Y todo ello, con el noble fin de conseguir hacer de
España un país tan normal como lo eran los del resto de Europa.
José María Martínez Laseca
(21 de junio de 2017)