domingo, 25 de junio de 2017

Del 15-J y nuestra transición política

Está dando que hablar. Celebramos ahora los 40 años de las Elecciones Generales del 15 de junio de 1977. Para muchos españoles, supusieron la culminación del tránsito desde la orilla oscura de la dictadura de Franco –tras su muerte en cama, el 20 de noviembre de 1975– hasta la orilla luminosa de la recuperación de la democracia y sus derechos. Los que se plasmarían en la Constitución Española de 1978, puesto que las Cortes que resultaron elegidas eran constituyentes. Ejercitar de nuevo el derecho del voto –desde la última vez que se hizo en febrero de 1936, durante la II República– suponía recuperar nuestra dignidad como personas. Ver cumplido un sueño colectivo. De ahí la enorme alegría vivida, desbordada en riada por las calles en los días precedentes. Con toda su liturgia: de sopa de letras o siglas de los partidos políticos concurrentes, eslóganes, mítines, etc.  Con el “habla pueblo, habla” se vislumbraba ya el horizonte de “una tierra que ponga libertad”.  Se dieron sentimientos encontrados de incertidumbre, miedo y esperanza ante su desenlace. Este supuso una apuesta por la moderación: UCD de Suárez (165 escaños) frente a AP de Fraga (16) y PSOE de González (118) frente al PCE de Carrillo (20). Lo más sorprendente para el mundo: que un país cainita como el nuestro fuera capaz de acometerlo en paz. El desatado y bien desatado se hizo de ley a ley, con el empuje de los reformistas del régimen  y la complicidad de la misma oposición, ante el temor de que se produjera otra guerra civil. Los Procuradores de las Cortes franquistas se hicieron el haraquiri al aprobar la Ley de Reforma Política de 1976, refrendada en referéndum por el 94,2 % del pueblo español. Se levaban así las anclas del pasado. Hubo restauración monárquica con Juan Carlos I, legalización del PCE, amnistía, autonomías, Pactos de la Moncloa… Desde el consenso, sí. Mas, no faltaron intentos desestabilizadores (terrorismo, operación Galaxia, 23-F, etc.). Aun así se ha dicho que en realidad nuestra transición  no concluiría hasta el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea, durante el Gobierno Socialista de Felipe González, el 1 de enero de 1986. Lo cierto es que este espacio de 40 años transcurridos supone el periodo de convivencia  y concordia democrática más largo de nuestra historia. En aras al progreso y a la modernización, que han trasformado aquella España negra  en otra multicolor. Como tan cierta es, también, la fractura generacional abierta entre el 60% del electorado (mayores de 45 años) que la vivieron y la recuerdan, con emoción, en positivo; y el otro 40 % que la conoce solo de oídas y lecturas y que la cuestiona. Porque, tras el 15-M de los indignados en 2011, muchos de los problemas de la política actual (desigualdades sociales, corrupción, cuestión catalana, bipartidismo, ley electoral…) son formateados por los relatos de la transición. Y en esas estamos liados. Hubo, no obstante, un tiempo por aquí, tras los 40 años de soledad y dictadura, en que fue preciso poner su nombre de nuevo a las cosas. Porque estas carecían de él. Y todo ello, con el noble fin de conseguir hacer de España un país tan normal como lo eran los del resto de Europa. 
José María Martínez Laseca
(21 de junio de 2017)