domingo, 6 de enero de 2019

El traspaso anual del arca de la concordia

Allá, por la Edad Media, los castellanos del extremo del Duero llevaban una vida comunal, asentados en aldeas libres (si bien nunca faltaron linajes ni obispos mandamases), que disfrutaban colectivamente los campos de labor, los prados, los montes, los bosques, las aguas, los molinos, las salinas…, y en las que una ciudad o villa cabecera constituía su epicentro. Eran las Comunidades de Villa y Tierra. Y, por oposición al reino astur-leonés, el derecho consuetudinario (basado en el uso y la costumbre) marcó su personalidad. Hasta el siglo XIII, Castilla no tuvo leyes y Soria, todavía en el siglo XIV invocaba su fuero para dirimir muchas cuestiones. La cultura agraria hizo que en un principio fueran compatibles la agricultura y la ganadería dentro de una economía de supervivencia cerrada o autárquica. No traspasar las lindes de las dehesas, trigales, viñedos, huertos o prados de guadaña eran las cinco cosas vedadas, incluidas en privilegios reales otorgados a las poblaciones trashumantes por los reyes para zanjar los pleitos de los vecinos de los pueblos y sin los cuales no hubiera sido posible la convivencia, ni el aprovechamiento de los pastos, del agua del río, etc. 
        Este es el contexto histórico en el que planta sus raíces el rito tradicional del traspaso del arca de madera, que cada año se efectúa entre las localidades de Almarza y San Andrés de Soria. Ambas, esencialmente campesinas, están situadas en la parte Norte de la zona central de nuestra provincia, a unos 20 Km. de la capital. A campo abierto, en medio del valle del río Tera, que da nombre, asimismo, al sexmo al que pertenecen, muy bien custodiadas por el imponente muro de la Sierra del Alba. Junto a la carretera N-111 que permite el acceso a la vecina Comunidad de La Rioja por el puerto de Piqueras. Otrora, participaban también las de Cardos y Pipahón, pero desaparecieron a causa de la despoblación. Estos “Cuatro lugares” compartían por igual el derecho al usufructo de la fértil dehesa boyal de la Mata, de 1.015 hectáreas, en base a un privilegio concedido por el rey Alfonso XI de Castilla, mediante carta plomada con fecha de 15 de junio de 1329. Así pues: “El arca que en los años impares va a Almarza, regresará en los pares a San Andrés”.
       El acto conmemorativo en la actualidad acontece, con el inicio del año nuevo, en la mañana de la fiesta de la Epifanía o de los Reyes magos el día 6 de enero, ya transcurrida la noche mágica en la que los pequeños han concentrado toda la inocencia de su ilusión infantil. En torno a las horas13,45 h., tras la salida de las misas oficiadas en las respectivas iglesias parroquiales, se forman las comitivas de vecinos y allegados encabezadas por las autoridades. Pronto avanzarán en dos columnas análogas hacía el mojón de “Canto Gordo”, a mitad de camino entre los dos pueblos, bien animados en el recorrido por las músicas altisonantes de los dulzaineros. 
       Por acabar en número par el año pasado de 2018, ha sido el pueblo de San Andrés el encargado de su custodia y, en consecuencia, sus mozos se han ocupado del traslado del arca, portándola a hombros para su entrega. Llegados al punto de encuentro y tras el protocolario intercambio de afectuosos saludos, los dos alcaldes / alcaldesas, usando cada uno su llave, proceden a la apertura del arcón, para supervisar que la documentación que se guarda en su interior, (sobre privilegios otorgados y pleitos mantenidos en relación con sus bienes comunales y la posesión de la ermita de los Santos Nuevos), se conserva en perfecto estado. Luego vendrán los discursos de los regidores haciendo balance del año cumplido y formulando los mejores deseos para el nuevo año. De un tiempo a esta parte, se invita a alguna persona destacada para que lance su panegírico sobre esta función tradicional a los cuatro vientos. Dichas las últimas palabras, serán los mozos de Almarza los que ahora carguen con el mueble de madera para trasladarla hasta su pueblo. Tras ello, en los salones de ambos ayuntamientos se obsequia a los concurrentes a vino y refrescos con algunos pinchos, brindándose por su buena unión y fraternidad. 
        Indudablemente, que esta ceremonia laica cobraba pleno sentido en otro tiempo pretérito y que hoy en día cumple un cometido que es más de celebración festiva, con un carácter meramente simbólico. Almarza y San Andrés no constituyen dos ayuntamientos separados, ya que el municipio de Almarza agrupa a San Andrés, junto con Gallinero, El Cubo de la Sierra, Portelárbol, Sepúlveda de la Sierra, Segoviela, Matute, Tera y Espejo de Tera. También cabe anotarse que en el cercano pueblo de Arévalo de la Sierra existe un arca similar, donde se salvaguardan documentos de la disputa del monte de acebo de Garagüeta mantenida con Gallinero. 
        Lo cierto y verdad es que este singular acto participativo del traspaso del arca, constata un rito de identificación. Para despertar la memoria dormida de saber quiénes son ellos y de dónde proceden. A la par que es un motivo de cohesión, de orgullo y de autoestima para los vecinos de estos dos pueblos protagonistas de Almarza y San Andrés, que han tenido, además, el gran mérito de mantenerlo vivo, frente a toda inclemencia y desidia, a través de los siglos. Como esa apreciada herencia con valor sentimental que va pasando de padres a hijos. 
      A fin de cuentas, yo soy de los que piensan que siempre hay que vivir el presente, pero sin tampoco dejar de mirar al pasado, a nuestras buenas costumbres y tradiciones, para de esa manera proyectarnos en el futuro. Abriendo así un camino de mejoras en nuestra calidad de vida, marcadas en gran medida por la convivencia, la concordia y la empatía. Y haciendo que de lo afectivo pasemos a lo efectivo. Como elemento de superación y de progreso. 
José María Martínez Laseca
(6 de enero de 2019)

La vida confesada de Vicente Marín

“¿Volver? Vuelva el que tenga, / Tras largos años, tras un largo viaje, / Cansancio del camino y la codicia / De su tierra, su casa, sus amigos, / Del amor que al regreso fiel le espere”. Son versos del poema “Peregrino”, incluido en “Desolación de la quimera” (1962) del poeta Luis Cernuda. Y me vienen que ni pintiparados para comentar “Las buenas y malas noches de Vicente Marín”, que no son otra cosa sino la biografía novelada del mentado, tras confesarse con el escritor paisano Javier Narbaiza. Vivirla para contarla.
       Y cumple este escribano muy bien el encargo de decir al curioso lector -en tan concisa como precisa narrativa, trufada con algún que otro diálogo-, las “fortunas, adversidades, tareas, empeños y amores” de la vida de Vicente Marín, “y todo empezando por el principio”. Así pues, el libro quedará ordenado en 18 capítulos, si bien el montante resulta de sumar 1+16+1. Porque, tanto el capítulo I (de prólogo): “Larga noche encerrado en el ascensor, como el capítulo XVIII (a manera de epílogo): “Días de otoño en Bretún, entre pastillas de colores”, se distinguen en letra cursiva, al remitir a un pasado más inmediato y estar dichos en primera persona. Que todas y cada una de esas 18 partes van convenientemente ilustradas con fotografías que vienen al caso. Y aún se añade un Apéndice final con más fotos, a modo de álbum. 
       De labios del biografiado oí (en la entrega que se le hizo del premio de soriano saludable, el 19 de noviembre de 2018) tildarla de novela erótico-picaresca. Mas no diría yo tanto respecto a la atribución del primero de los géneros, pese a que se nos hable de relaciones sexuales mantenidas tanto con chicas como con chicos, resaltándose, al ser ella considerada “el animal más bello del mundo”, los dos encuentros con Ava Gardner, pues no se entra en pormenores. 
       Sí que noto, por el contrario, similitudes con la novela picaresca inaugurada por “El lazarillo de Tormes” (1554), aunque en los 16 episodios del meollo de su trama el punto de vista no sea autobiográfico. Lo constato, no obstante, en otros cauces formales como son los del espacio y el tiempo. En consecuencia los lugares recorridos por el personaje-sarta marcan un tiempo lineal, itinerante. Vicente Marín, hijo de padres campesinos sigue en su deambular todo un proceso de enseñanza-aprendizaje. Tanto en su internado en seminarios cuanto en el cumplimiento del servicio militar, como, posteriormente, en su pasar por sucesivos amos, asimilando algunos oficios (y sus respectivos vicios).
       A fin de cuentas, para acabar ascendiendo en la escala económica y social al congeniar con un Grande de España: Miguel López Díaz de Tuesta, conde de Atarés y marqués de Perijá. Su gran benefactor, ya que a su muerte le legó su rico patrimonio artístico y documental. Por colofón a su peregrinaje vital, Vicente Marín, cual indiano que ha hecho fortuna, regresará, con 82 años, a la querencia de su tierra y a su casa para quedarse al frente de la fundación que lleva su nombre. Montado a lomos de esa especie de quimera, que supone el pretender resucitar a su casi vaciado pueblo de Bretún, un tanto perdido en las tierras altas de Soria, y en cuyo suelo quedan fosilizadas las huellas de los mastodónticos dinosaurios del jurásico. 
José María Martínez Laseca
(4 de enero de 2019)