Alberto
Pancorbo (Soria, 18 de abril de 1956) fue aquel niño que traveseaba feliz, con
sus hermanos mayores Jesús y Paco, junto a los otros chicos de la Calle Real de
su ciudad natal. Pero que, así mismo, aprovechaba cualquier rato para
garabatear sobre el anverso de un papel en blanco. Suponía para él agarrarse
con fuerza al cordel de la cometa de colores que ascendía a los cielos
impulsada por el viento imparable de su fantasía. Toda su curiosidad se sumaba
a su necesidad de crear. Quería ser artista, de mayor. Entonces, su voluntad
era, todavía, más fuerte que sus habilidades. A pesar de que en la Escuela de
Artes y Oficios sacaba buenas notas en la clase de dibujo, que impartía el
profesor Juan Chuliá.
Mas, para echar a andar hay que decir
adiós un día a la familia y a los amigos de juegos compartidos. Saltar las
bardas del corral de provincias. Y él no se acobardó. Motivado por el hambre de
seguir aprendiendo, con 18 años, partió a Barcelona, donde perfeccionó su
técnica pictórica. Con la lección bien aprendida, mostró su producción al gran
público, de manera exitosa. Sus alas le crecieron y fue elevando el vuelo,
persiguiendo su ideal de belleza. Con disciplina y estudio constante. Visitando
museos para repasar a los grandes maestros clásicos (Velázquez, El Bosco,
etc.), pues bien sabido es que en el arte lo que no es tradición es plagio.
Para lograr ser él mismo. Sin negar
influencias surrealistas como la de Salvador Dalí, apreciable en su dominio del
dibujo y de las tonalidades suaves del color o la de René Magritte, al forzar
al espectador a cambiar su percepción precondicionada de la realidad. Con una
identidad personal. Con un estilo original, que ha sido tildado de realismo
romántico y mágico. Componiendo con sus pinceles un universo propio de seres
vivos y objetos que no por reconocibles dejan de ser enigmáticas en la
conformación del cuadro. (Alguien dijo que no hay otra pintura más abstracta
que la figurativa). Porque el arte posibilita la transfiguración del viejo
mundo en un mundo nuevo, connotativo, diferente.
Cual en la poesía, hay elementos
recurrentes en las figuraciones de sus lienzos. Tal, la ermita de San Saturio,
junto a la margen izquierda del río Duero, que nos evoca a la abadía francesa
del monte Saint-Michel; junto a algunos destacados monumentos del arte románico,
reivindicando así sus orígenes patrios. Dado que la memoria siempre guarda
destellos de la luz que despiden
las cosas alejadas o perdidas. O el autorretrato, claro símbolo de esa autorreflexión
o introspección al mirar en su interior; los enredados laberintos de la
imaginación y de la vida misma con sus intrincados vericuetos. O mujeres misteriosas del amor y el desamor, palomas
mensajeras de la paz, granadas como fruto de la pasión o los oxidados candados
de la incomunicación.
Pancorbo viajó lejos. Allende los mares,
a Bogotá (Colombia) y Miami (Estados Unidos), donde ahora reside. Navegaciones
y regresos. Hay que tener valor para retornar después de transcurrido el tiempo.
“¿Volver? Vuelva el que tenga, / tras largos años, tras un largo viaje, / cansancio
del camino y la codicia / de su tierra, su casa, sus amigos, / del amor que al
regreso fiel le espere”, cantaba nuestro peregrino poeta Luis Cernuda. Si ahora
él lo ha hecho es, entre otras razones, para exponer parte de su obra a los
ojos de sus paisanos: de nuevo en la Galería Cortabitarte. Estos días de
septiembre.
Y es que crear, jugar, pintar es también
soñar para Alberto Pancorbo: una manera de ejercer la libertad.
Porque la creación pictórica como juego le
supone, sin duda, la alquimia para recuperar el paraíso perdido de su infancia.
La de aquel niño que un día, ya distante,
fue. Aquí, en Soria, y por su determinante Calle Real que, con aquellas
ilusiones primeras, marcó su destino de pintor visionario.
José
María Martínez Laseca
(10
de septiembre de 2019)