Castilla
miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos desprecia
cuanto ignora.
¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre
derramada
recuerda, cuando tuvo la fiebre de
la espada?
Todo se mueve, fluye, discurre,
corre o gira;
cambian la mar y el monte y el ojo
que los mira.
¿Pasó? Sobre sus campos aún el
fantasma yerra
de un pueblo que ponía a Dios sobre
la guerra.
A. MACHADO:
“A orillas del Duero”
No cabe duda
de que Campos de Castilla del gran
poeta español Antonio Machado (Sevilla, 1875-Collioure (Francia), 1939), –que
muchos consideran su obra cumbre–, constituye un poemario de referencia, no ya
solo en el ámbito hispano, sino de la lírica universal contemporánea. Es su
libro más conocido y contiene algunos de los versos más contados y cantados.
Se publicó, en su primera versión, por
Gregorio Martínez Sierra en la editorial Renacimiento, durante la primavera de
1912. A modo de compilación, acuciada por el inminente viaje de estudios de
Machado a París, en 1911, en compañía de su esposa Leonor. Agavillaba poemas
inéditos junto con otros divulgados en revistas. Y traía causa directa de su
experiencia vivida en Soria, a cuyo Instituto General y Técnico llegó, como
primer destino, en 1907, para tomar posesión de la Cátedra de Francés y ejercer
la docencia. Nos lo recordaría así: “Cinco años en la tierra de Soria, hoy para
mí sagrada –allí me casé; allí perdí a mi esposa, a quien adoraba–, orientaron
mis ojos y mi corazón hacia lo esencial castellano”.
Antes de llegar a Soria, Antonio
Machado ya era considerado un poeta clásico en los cenáculos literarios de
Madrid. Había publicado el primer volumen de Soledades (1903), subjetivo e intimista, que amplió a un segundo: Soledades. Galerías. Otros Poemas (1907).
Alejándose de la música y la pintura modernista, buscaba esa “honda palpitación
del espíritu”.
Pero, el choque
con la cruda realidad le resultó brutal. Habitual de la buena vida, ociosa y
bohemia, dado el estado de ruina familiar, a sus 31 años tuvo que emanciparse y
buscarse las alubias por su cuenta. El encarar la situación con entereza le
hizo recuperar su autoestima, cual proclama en su “Retrato”: “A mi trabajo
acudo, con mi dinero pago / el traje que me cubre y la mansión que habito, / el
pan que me alimenta y el lecho donde yago”.
Su llegada a Soria, que le reveló el
paisaje de esta “hermosa tierra de España”, supuso para Machado el abandono de
su solipsismo anterior, y le estimuló la conciencia inmediata del doble impacto
del pasado: belleza y decadencia; y le fortaleció su patriotismo, al hacerle
sentir directamente los males de la patria denunciados por los regeneracionistas.
Entonces “ya era otra mi ideología”, nos confesará. Su renuncia a una lírica más
pura respondía, por tanto, a su plena convicción de que se debía escribir para
una colectividad.
Campos
de Castilla es un libro heterogéneo en sus temáticas. Con meditaciones
“sobre lo eterno humano” y sobre “los enigmas del hombre y el mundo”. “A una
preocupación patriótica responden muchas de ellas; otras, al simple amor a la
Naturaleza, que en mí supera infinitamente al del Arte”, nos dirá. Dominan,
sobre todo, aquellos poemas en los que el poeta dialoga con la geografía
castellana desde Soria. Fue Castilla la que hizo a España y una parte esencial
de Castilla es su paisaje, que otorga un sentido vertebrador al libro.
No obstante, en
el proceso de sugestión de ese paisaje se advierten tres etapas. La primera
agrupa poemas de 1909, como “Fantasía iconográfica”, “Amanecer de otoño” o
“Pascua de resurrección”. Son estampas sorianas, que han atraído la inspiración
del poeta recién llegado a provincias. En la segunda, de 1910, quedarían los poemas más genuinamente
“noventayochistas” y de mayor hostilidad, referidos tanto al paisaje como al
paisanaje sorianos. Entre ellos “A orillas del Duero” (inicialmente titulado
“Campos de Castilla”), “Por tierras de España” o “La tierra de Alvargonzález”,
severa crítica del campo castellano. Y la tercera etapa, hacia 1911, incluye el
retablo paisajístico de “Campos de Soria”, de identificación cordial del poeta
por el influjo benéfico de Leonor: “¡Oh, sí! Conmigo vais, campos de Soria”.
¿De
qué modo hay que mirar para llegar a ver lo que canta Machado en Campos de Castilla? En 1835, Mariano
José Larra había cruzado por media España y no vio más que un “desierto
arenal”, una “inmensa extensión” de “desnudo horizonte”, tres días rodando “por
el vacío”. Setenta y dos años después, más o menos por esos mismos lugares por
donde Larra no vio nada, Antonio Machado observa “carros, jinetes y arrieros”,
“rudos caminantes”, “pastores que conducen sus hordas de merinos”, “decrépitas
ciudades”, “dispersos caseríos” o “el mesón al campo abierto” y “el hogar donde
la leña humea” y “roídos encinares”, “cerros cenicientos”, “montes de violeta”,
“colinas plateadas”, “grises alcores”, “cárdenas roquedas”…
Ahí
radica una de las claves de este libro de Antonio Machado: en que nos enseñó a
ver a través de sus ojos esa hermosura que la costumbre y la rutina hacían que
fuéramos incapaces de percibir por tenerla tan cerca de nosotros.
Cierto
es que Campos de Castilla de 1912 se
fue ampliando después con nuevos poemas hasta su edición definitiva de 1917.
Incorporando el “corpus poético” de su dolorido sentir por la muerte de su
amada Leonor que inicia “A un olmo seco” y se culmina con “Otro viaje”. Así
mismo, son de resaltar los creados en Baeza sobre los campos de Andalucía, en
claro paralelismo con sus años sorianos. A fin de cuentas, todo un
ensanchamiento de Soria a Castilla y a
España e, inclusive, al vivir humano.
El lector que se adentra hoy en Campos de Castilla percibirá esa honda
sensibilidad del poeta, a la vez que su obsesión por el irremediable paso del
tiempo. Al poner a Castilla como metáfora de España, se verá inmerso en esa
reflexión constante sobre aquel pasado histórico y glorioso, este presente
problemático y el incierto futuro. El dilema entre un he sido, un soy y un
seré. Sin embargo, Antonio Machado siempre apostó por la esperanza y por eso anhelaba
salvar algo de la destrucción corrosiva del tiempo, confiriéndole al menos la
permanencia asegurada por la poesía.
A él
le debemos que nos haya hecho creer en la belleza que canta. Que con su aliento
poético insuflara un alma inmortal a esta tierra ascética. Eternamente Castilla.
José María Martíenz Laseca
[En el 80 aniversario de la merte de A. Machado
(1939-2019)]