viernes, 25 de agosto de 2017

Noticia de los hermanos Benito y Amparo Gaya Nuño (y 2)

Benito, el primogénito había nacido en Tardelcuende el día 9 de febrero de 1908. En otra fotografía, esta de 1916, en la que está con sus padres y su hermano pequeño, se le advierte muy despierto y hasta un poco travieso. Era un buen estudiante. Cursó la secundaria oficial en el Instituto de Soria y tras superar, con varias matrículas de honor, el bachillerato en el curso 1922-23, formaliza el traslado de su matrícula a la Universidad de Zaragoza, donde iniciará la carrera de Ciencias Exactas. Se le tenía por una mente prodigiosa. No obstante, la cruel circunstancia le sobrevino a causa de la poliomielitis infantil que lo dejó con debilidad muscular y paralítico a partir de 1924. Ello le obligó a retornar al seno de la casa familiar y a emprender un nuevo rumbo. A partir de aquello estudió, por libre, la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad Central de Madrid, desde 1926 a 1930. Y a pesar de los pesares, de la enfermedad y sus graves secuelas, él mantenía un carácter abierto y  un fino sentido del humor.
Tras la desaparición del padre, que se vio, paradójicamente después de muerto, incurso en responsabilidades políticas, a la familia le fueron embargados todos sus bienes, e impuesta una multa de 7.000 pts. Benito se había quedado como el único hombre de la casa, puesto que Juan Antonio no regresó de Madrid, ya que se había enrolado en el Batallón Numancia que luchó en el frente de Guadalajara. En consecuencia, Benito se vio obligado durante el transcurso de la guerra civil y los primeros años de posguerra a impartir clases particulares para así aportar algunos ingresos a la maltrecha situación economía familiar. En 1943, aprobó las oposiciones a Cátedras de Instituto por la asignatura de Griego y fue destinado a Bilbao, ciudad en la que su hermano Juan Antonio había estado desterrado varios meses, al salir de la cárcel en febrero de ese mismo año. Afortunadamente,  para el curso siguiente Benito ya se vino trasladado con destino definitivo al Instituto de Soria, donde permaneció estable. Quienes lo conocieron destacan en él dos grandes cualidades: organización y disciplina en el trabajo.
Gracias a ello, en 1948, leía su tesis doctoral “Escritura y lengua cretense”, que obtuvo Premio Extraordinario en la Universidad de Madrid y a la que, tras ser publicada con el rótulo de “Minoiká” le fue concedido, además, el premio “Luis Vives” de 1949 del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Sus posteriores trabajos de investigación aparecerían publicados  en revistas especializadas como “Emérita”, “Humánitas”, “Minos” y “Archivo Español de Arqueología”. En tanto que miembro fundador del Centro de Estudios Sorianos (CES), desde el primer momento colaboró con aportaciones de temática local (sobre toponimia, arqueología, viajeros por Soria, etc.) en la revista “Celtiberia”. Asumió, asimismo, las funciones de vicepresidente del CES hasta que murió, el 26 de febrero de 1953. Contaba tan solo 45 años de edad.
En su nota necrológica Antonio Tovar destacó de Benito Gaya Nuño tanto que era “el mejor especialista en temas cretenses”, como “su voluntad indomable de trabajo”. 
María del Amparo Lucía Gaya Nuño también nació en Tardelcende, el 25 de junio de 1919, por lo que permaneció poco tiempo en el pueblo dada su inmediata mudanza a Soria. Era la pequeña, la niña mimada de la casa. Más tímida e introvertida parecía. Estuvo siempre muy unida a su madre Gregoria, viuda de Gaya Tovar, y a su tía Vicenta. Cursó sus estudios de secundaria en el Instituto y se licenció en Ciencias Naturales por la Universidad de Zaragoza. Tras sacar las oposiciones a Cátedras de Instituto, obtuvo su primer destino en Lorca (Murcia), como recordaba bien su destacado alumno Alfonso E. Pérez Sánchez, que llegaría a ser director del Museo del Prado.
Algún tiempo después, Amparo se trasladó definitivamente al Instituto de Segunda Enseñanza de Soria, donde ejerció la docencia como educadora de sucesivas generaciones de estudiantes. Yo la tuve como profesora de Biología en COU, durante el curso 1972-73. Y en el curso 1985-86 coincidimos como compañeros del claustro de profesores de dicho centro. Ella fue mi confidente principal en mis averiguaciones sobre la vida y la obra de su hermano Juan Antonio. Ejerció de secretaria y asumió la dirección del Instituto, a finales de los años setenta e inicios de los ochenta, ya en los momentos previos a su jubilación. Y, también, formó parte de la Junta Directiva del Centro de Estudios Sorianos.
Amparo vivió personalmente los momentos más duros y trágicos por los que atravesó su familia, dada su perenne soltería. Ella estuvo presente en la despedida de todos sus miembros, que fueron abandonándola uno tras otro (su padre primero, luego el hermano primogénito Benito, la tía Vicenta, el hermano mediano Juan Antonio, su madre Gregoria, e inclusive su cuñada Concha de Marco) hasta convertirse en la única inquilina de la casa de Marqués de Vadillo, nº 8, primera planta. Con su muerte, el 27 de diciembre de 1991 desaparecía el último vástago de los Gaya Nuño.  
Llegados a este punto final, y si de extraer un destacado común denominador de identidad de los dos hermanos se tratara, yo me quedaría, sin dudarlo, con el hoy Instituto “Antonio Machado” de Soria, al que ambos dedicaron la parte más importante de sus vidas.

Obviamente, ni el humanista y lingüista Benito, ni la profesora Amparo alcanzaron el prestigio y la fama de su hermano Juan Antonio, escritor, historiador y crítico de Arte. Pero ello no implica dejar de reconocer que, también, estos dos tardelcondenses o pizorreros brillaron con luz propia. Con sus innegables méritos traspasaron las bardas del corral de nuestra provincia. Y por eso se merecen que recordemos sus nombres: Benito y Amparo Gaya Nuño. Tal  y como lo estamos haciendo aquí y ahora con nuestro escrito. (En Tardelcuende, a 19 de agosto de 2017).

José María Martínez Laseca

Noticia de los hermanos Benito y Amparo Gaya Nuño (1)

Cual si los estuviera viendo ahora mismo. Están todos ellos juntos. Ahí, quietos. La familia al completo. Como en un puño. Dispuestos de manera ordenada en el extremo derecho  de la larga mesa rectangular de madera maciza, con su mantel de tela incluido, dispuesta en el salón-comedor de la vivienda ubicada en la Calle Marqués de Vadillo, nº 8, piso primero, y cuyo balcón se abría, regalado de luz, casi al centro mismo de la plaza Mariano Granados, sitio vital de la ciudad de Soria, por donde pasean los transeúntes que se encaminan hacia el verdor del parque de la Dehesa de San Andrés o Alameda de Cervantes, que es un jardín botánico. Los veo bien organizados y dispuestos. Mirando a la cámara que va a congelarlos en una instantánea al disparar su flash. Tan solo se echa en falta, si acaso, a la Bienvenida, la sirvienta.
            Tras el proceso de revelado fotográfico, emergen, sentados varios de ellos, de izquierda a derecha: el padre, Juan Antonio Gaya Tovar, médico de profesión por tradición familiar y político de pasión –dadas sus firmes ideas republicanas–, con inquietudes intelectuales, que está un tanto distraído ojeando el periódico –tal vez “La Voz de Soria”– que sujeta entre sus manos, y Benito,  y Juan Antonio (este en segunda fila) y Amparo, mocetones, a continuación. De pie, la madre Gregoria Nuño Ortega, a la espalda de su marido, y, algo más allá, la hermana de esta, Vicenta, que fue bien acogida en el hogar, tras el fallecimiento de su hermano cura, Casto Nuño, capellán del Hospital Provincial, que había muerto el 9 de diciembre de 1932. Se sitúa detrás de su sobrina, la benjamina de la casa. Los tres varones, elegantes, lucen chaqueta  oscura y camisa blanca con corbata bien anudada. Y de las tres hembras, las dos mayores visten de negro luto –pues ambas son católicas y aun beata la tía–, lo que contrasta con el más claro atavío de Amparito.
La familia ocupa una buena posición social, no en balde el padre procedía de antepasados pertenecientes a la burguesía liberal soriana. Se muestran sonrientes y felices, o al menos lo aparentan en su pose. Esta fotografía fue tomada concretamente en 1935. Se cumplían, por tanto,  15 años ya de su traslado a la capital desde Tardelcuende, donde  les habían nacido los tres hijos, tras el matrimonio canónico,  efectuado el 29 de enero de 1907 en la iglesia parroquial de la Purísima Concepción, entre el médico del lugar y la hija más guapa del secretario de su Ayuntamiento. Fue obligado partir, puesto que el padre ejercía también el cometido de profesor de Gimnasia del único Instituto de Enseñanza Secundaria en la provincia.
Atrás había quedado el tremendo susto ocasionado por el estallido de la dinamita almacenada en el establecimiento de Claudio Alcalde, sito en la Plaza de Ramón Benito Aceña o de Herradores, acontecido el martes 25 de julio de 1922, festividad de Santiago. Toda una catástrofe, pues hubo tres muertos, numerosos heridos y hasta nueve casas incendiadas. Entre otras, el anterior domicilio familiar, en el número 15, la casa que antes habitaron, en su paso por Soria, los hermanos Bécquer y donde, por ser la residencia de su abuela Concepción Soria, nació la poeta Concha de Marco, la después compañera inseparable de Juan Antonio. Como consecuencia de ello se quedaron a la intemperie y tuvieron que alquilar su nuevo alojamiento provisional en una pequeña casa, con dos miradores, en el nº 2, 1º derecha de la plaza del Vergel. La familia atravesará entonces serias dificultades económicas.
Pero, lo peor no había sucedido. Estaba todavía por venir. Y llegó con la sublevación militar de los facciosos el 18 de julio de 1936 contra el gobierno legítimo de la II República Española. Ello  desencadenó la violencia brutal de la guerra incivil, por  fratricida y sangrienta. Con numerosas víctimas y afectados, tanto durante su desarrollo, entre 1936-1939, como en el tiempo de posguerra, dada la represión implacable practicada por parte de los vencedores contra los vencidos.
Tras el alzamiento, la alineación del lado del bando rebelde por parte de la provincia de Soria se produjo de inmediato. En su suelo no hubo ningún frente de guerra. Los requetés de la columna Mola entraron en la capital el 21 de julio, sin encontrar la menor resistencia. Y el doctor Juan Antonio Gaya Tovar se encontraría entre los primeros en ser encarcelados. Pese a su reconocido carácter bondadoso. Pero era un destacado dirigente del Partido Republicano Radical Socialista Soriano, que, tras su escisión y disolución, se vería  encuadrado en la Izquierda Republicana del presidente Manuel Azaña. No hubo contemplaciones. Sin juicio previo, fue fusilado por un pelotón de camisas azueles junto a las tapias del cementerio del Espino en la madrugada del 17 de agosto de 1936. Eso, pese a llevar en el bolsillo una resolución de la autoridad judicial militar de Zaragoza, con fecha de 2 de agosto, en la que se le declaraba inocente de todo delito. Aconteció el mismo amanecer en que cayó vilmente asesinado el poeta Federico García Lorca en Granada, en su Granada. Por  esos días Juan Antonio se encontraba realizando unos cursillos de formación del profesorado en Madrid.
Empero, se me había pedido que hablara de los hermanos Benito y Amparo Gaya Nuño, puesto que de Juan Antonio, el mediano, ya he dado sobrada referencia aquí en otras ocasiones. Así que –aunque el filósofo Ortega dijera lo de “yo soy yo y mis circunstancias”– no continuaré yéndome por esas ramas familiares y entraré, de inmediato, en harina sobre la cuestión que nos ocupa. No para hacer ninguna biografía al uso, sino para esbozar una semblanza de estas dos personas con unas cuantas pinceladas de rápido trazo.

José María Martínez Laseca

jueves, 17 de agosto de 2017

Concha de Marco: Cantos del caompañero muerto (y 3)

Con esta tercera entrega, concluye la publicación del hermoso poemario: “Cantos del compañero muerto”. Un duelo desgarrador, impregnado de delicada ternura al mismo tiempo. Fue creado por la poeta soriana Concha de Marco para asumir la desagregación de su esposo Juan Antonio Gaya Nuño. Y damos en ilustrarlo con el significativo cuadro: “Retrato de Juan Antonio Gaya Nuño y Concha de Marco”, de Hipólito Hidalgo de Caviedes y Gómez en el que ambos aparecen juntos ya para siempre, pese a que esta muerte  pretendiera separarlos. Precisamente, el pintor acabó su obra en 1976, unos días antes del óbito de Juan Antonio Gaya Nuño.

………………..

            “Cuando yo entre en la casa y la encuentre vacía, cuan­do vea la huella que dejaron tus manos, cuando vuelva a encon­trar tus papales en orden, y esas letras pequeñas, esos números en una cartulina, el último paquete de tabaco con cuatro ciga­rrillos, cuando intente escribir en tu máquina vieja que solo obedecía a tus manos de niño, cuando callen los pájaros porque tú te marchaste y yo nunca más vuelva a planchar tus camisas, doblar tu ropa limpia, y el lecho nuestro sea un enorme desierto para mi solo cuerpo en las noches de invierno, cuando golpee la lluvia cayendo sobre el techo, cuando ya nunca vuelva a comer con manteles en la mesa redonda donde tú y yo lo hacíamos, y sea en la cocina con un plato cualquiera ante los azulejos ama­rillos, cuando vea el fantasma de tu cuerpo perdido alejarse en silencio por una calle última y no beses la mano que en sueños te acaricia.

            Arena, arena y agua, cera de abeja, ceño de guía de la flecha, cerbatana, bajo las lenguas del curare se abre la flor secreta de las lágrimas, Y al recuerdo me vienen en retirada mísera y oblicua cualquiera de tus viajes a la pálida franja del amanecer que iluminaba la alcoba, reluce la camisa blanca sobre tu espalda mientras frente al espejo anudas la corbata, finas arrugas forman tus movimientos en la tela sobre los mús­culos  perfectos de tus hombros, la ropa de la cama revuelta y aún tibia con el calor de un sueño, calzas los zapatos, vistes la chaqueta, abres la nevera para tomarte un vaso de leche. Te inclinas a mí, me besas, ríes por la fuerza de mi abrazo, mi boca recorre tus mejillas frescas del afeitado. Ya habías cerrado la puerta, cómo podría vivir beata tu regreso, comenzaba a arras­trarse el tiempo lento, informe, de tu ausencia, persiguiendo la huella que dejaron tus ademanes en el espacio. Y ahora, en este viaje sin regreso, cómo podré vivir.

            Señor, por qué nos has abandonado con sus múltiples nombres de pájaro cautivo. Apago mis lágrimas a golpes y parto en dos mi rencor contra el rufián vestido de oro, como una le­vadura para el día de mañana. Guardo el segundo con su despre­ciativo y atributo máximo, en mi huelga de hambre y circunstan­cia, triturando orgullosa los acerados vidrios de trece mil doscientos días de castigo.

            Anoche soñé contigo y tenía una isla en la mano, era tu cuerpo hermoso como una fortaleza, terciopelo color de oscura miel, musgo tus caricias en torno de mis ojos, y yo quise aferrarme a tu playa desnuda caminando a la aurora por su orilla y solo era la huella de tus dedos armoniosa y fugaz sobre mi cara.

            Una espada blandida sobre el mapa de Europa, la fundi­ción del bronce en las lenguas del cándalo. ¿Me vienes a buscar para la guerra? Está mi yelmo roto y mi lanza oxidada. Luego, que me entierren vestida y con todas mis armas, walkyria de esperanzas apagadas, ruina aislada no soy en el anónimo de un orde­nado mundo, la pequeña porción de un inmenso desastre, de un error increíble.

            Señor testigo, deje vuestra merced recordarle de nuevo las condiciones previas del entorno, pasto de los sentidos en su laboratorio. Se puede perseguir el pulso de las venas bajo la piel delgada y transpirable, las múltiples fragancias del jazmín y la rosa, en corredor de sombra el paso de las ratas, tan viciosas del hambre primitiva, la desorientación que no recuerda el nombre del toque de silencio donde el habla no existe, la muda lengua quieta y prisionera en el anfiteatro de los dientes, las uñas con tozudez de arranque, qué diligencia de armamento inútil.

            Crece, crece la hierba entre silencios cautos, las calles se convierten en desiertos furiosos, y aquí mi compañero en su exacto reflejo, indescifrable mundo que se escapa y a quien sería un lujo tratar de convencer. Hubo tiempo sobrado para deli­mitar con tu él la soledad.

            Españolito que viniste a mis brazos, yo te guardaré, mi amante corazón será tu españa, mi humilde mano siempre fue tu patria. Acunado en mi pecho como un niño perdido al pie de tanto esfuerzo. Españolito del alma, yo te cerraré los ojos, yo te cruzaré las manos sobre el pecho, yo velaré tu cadáver hasta el fuego.

            Señores del jurado: Con toda la energía acumulada en una voluntad, a nadie le propongo que reciba la visión inclemente de mis ojos, morirá más tranquilo si sigue siendo ciego. Lego mi corazón a quien lo quiera, estrujará su tiempo, se beberá otra sangre, más le vale sufrir que morir tanto por sostener la cláusula secreta del destino, el fragmento de Dios que aquí me está muriendo, esta defoliación de biologías desde el origen hasta el momento en que mi mano desarmada escribe ante las gentes que penetran y huyen latiéndome vivencias, hechos sobrecogidos en su última célula, que quieren respirarme nuevamente, angustiarme las vísceras, renacerme y morir al hierro y a la hoguera.

            Amor mío del sedante que no produce efecto, amor mío de la noche en vela, amor mío que acaricia mis rodillas, amor mío quieres que te lea algo, amor mío solo quiero que estés aquí, amor mío pongo algo de música, amor mío solo soy un costal de dolor, amor mío de la cama deshecha y rehecha mil veces, amor mío voy a levantarme, amor mío solo son las cinco, amor mío qué pronto amanece, amor mío estoy muy cansado, amor mío de la triste sonrisa, amor mío de la vacilante mano, amor mío del último beso, amor mío reducido a su propio esqueleto, amor mío cuánto ha crecido en tres días, amor mío hasta que la muerte nos separe.

            Y solo para eso apartó sus entrañas, hizo un hueco que había de ser ajeno en la profunda intimidad del vientre, fue fabricado el rayo de su certera mirada, dispuesta a contemplar ciudades caudalosas, rembrandts de oro, altísimos vermeers, bosques de pinos arrogantes, crepúsculos cautivos tras de una noble ruina, risas y voluptuosidades en tumulto y el ritmo de la his­toria adherido a sus pulsos.

            Y en medio de la noche me pregunto si podré resistir este calvario, este irse consumiendo. Acostada en el suelo me incorporo para escuchar los golpes de su angustiado corazón. Aunque yo esté a su lado, ha de enfrentarse solo con su propia agonía.

            Y fundirás mis manos con tu última sangre, ambos oscuros signos de los tan incontables personajes trágicos, las sábanas manchadas de la alcoba mortal, ante las cosas mudas, consternadas, soportando el final, solo fulgor y llama que se extinguen, los labios sin palabras, la mano que persigue visiones fluctuantes, atónitas, o frecuenta la forma de mis labios, que se le escapan como un árbol liquido.

            Aquí está él, mi soberbio alazán que se partió los remos y hubo que rematarlo con un tiro, triunfador, gigantesco, inalcanzable, durante treinta y siete años aplazada su muerte de campo de exterminio, la desintegración exacta en celda de castigo, después de haber cargado sobre sí fuerzas extrañas, circunscripciones interiores, culpas equinocciales de toda dinastía, históricos combates, armadas invencibles y reinas destronadas. Avanza y se detiene en la memoria el tiro por la espalda o la descarga del amanecer, y en su puesto encontraron los guardianes mil pájaros de oro, mil palomas que salieron volando a la infinita libertad del alma, al último contacto con el mundo, la cárcel rota v la prisión burlada”.

José María Martínez Laseca







Concha de Marco: Cantos del compañero muerto (2)

 Continúa aquí la segunda entrega del poemario de la poeta soriana Concha de Marco,    con el que afrontó la enfermedad y muerte de su amado compañero Juan Antonio Gaya Nuño. Ella sola, a su lado, en mitad de la noche, mientras él agoniza. Y en nuestro afán por darle contexto aportamos esta fotografía fechada en agosto de 1975 y situada en el jardín de un mesón de Santillana del Mar (Santander). De izquierda a derecha aparecen Concha de Marco, Julián Gállego y Juan Antonio Gaya Nuño. Este, como nos recordaba Concha de Marco: “…tiene la tristeza de la persona que sabe que va a morir pronto”. La fotografía, esa otra categoría de arte, nos constata así, en su instantánea, una realidad inmediata.

………………..

            “Prohibido permitirme el menor despilfarro emocional, he de velar sobre la gran muralla y morir en un lejano otoño, cuando quemen rastrojos. Valoro mi vejez, que ya se configura en el espejo, con todo el esplendor de mundos interiores. Quien piense lo contrario, que tire la primera piedra.

            Qué le pasó a ese álamo, en la otra orilla de San Juan de Duero, qué le pasó a ese álamo, enhiesto todavía, pero desnudo de hojas en el pleno verano. El río mansamente entre los juncos pasa y refleja su osamenta gris, las algas fluctuando su ahogada caballera en la corriente. Álamo seco de San Juan de Duero, álamo mudo entre el bullicio de sus compañeros, ya no escuchará más la canción de su viento llevada por los pájaros.

          En cuanto a mí, secreta en mi silencio, doy los buenos días, sonrío, me burlo de la unidad estilística y pienso que lo peor he de sufrirlo sola. Y la mente se obstina en los detalles que forman la cultura de un poeta, para huir de la locura, en este enfrentamiento con la muerte, la más austera de las reali­dades.

           Ay del pescador en la galerna por más que el bienestar le aguarde en casa, y al errante holandés siempre en el mar, las aguas penetraron hasta el alma. Si tan solo pudiera desde lejos oír o recordar mi música insolvente. Tengo que concentrarme, debo hallar la mínima ilación de pensamiento, debo pensar en qué voy a pensar. Sólo residuos de recuerdos, imágenes inertes van bruñendo los bordes del hastío, un vacilante viento que sopla en los adentros donde caducos cántaros capturan el caudal de mí sustancia, dejando abandonada la vaina corroída de mi naturaleza. Superfluos sentidos, ciegas formas, dócil planta del pie ya casi inerte para andar los caminos que se ofrecían varios.

           Y yo respirándole boca a boca dormido; se me va, se me va yendo lentamente, cada vez es más triste su mirada, no sé si estoy viviendo un mal sueño.

          Quién es aquel hombre que viene de lejos, su oscura silueta contra el horizonte, quién es aquel hombre. Nevando, nevando está en el castillo, sobre el río, en un árbol escondido canta un pájaro, mirándome suplicante un perro pasa, pobre, viejo, feo y gris, nevando, quién es aquel hombre. En la rama de una acacia, junto a la última hoja seca del verano un botón de primavera, abajo el río se riza. Quién es aquel hombre que viene hacia mí, quién es aquel hombre.

           Y cómo duele todo lo existido, la luz ociosa, la crueldad del triste, los ecos rotos sobre las ventanas. Abandonó ciuda­des de la niñez, el frescor vegetal de la fuente que nunca exis­tió, el canto arrogante y resuelto, las olas dibujando contornos aurorales. Consagrada identidad entera cuánto cuestas; sumerge a lo que interroga un fantasma severo, polvo y tierra del hombre, polvo húmedo, orígenes, sucesos, sustancias primordiales, algo vaciado en fraguas ocultas de la entraña, inhóspitas constelaciones, delfines prisioneros en la redoma estrecha, cuánto andrajo de seda, cuánta herrumbre de oro, cuánta nota deshecha, descom­puesta en amargos sonidos triturados, excavadoras de ruinas, minas a cielo abierto de ceniza, montes sobre catedrales y palacios, nuevos y dolorosos nacimientos a la muerte, con placentas inscritas en matrices difuntas.

            Déjame respirar hondamente, hondamente, el perfume de tu cabellera, y hundir en ella mi infortunio, mis vicios de honesti­dad en mundo corrompido. Es necesario resistir aún más, hasta que en los estantes no quden libros, ni un solo cuadro, ni pueda escucharse música, ni haya caudal preciso para alimentar pájaros, mientras algunas veces, a la hora del periódico me seguirás diciendo:  lo peor no lo hemos visto todavía.

            Señor fiscal: El motivo de mi vivir es ser mi propia y exclusiva fatiga, la condena señalada como levadura del espíritu, la miserable y áspera materia que fermenta a lo largo de mis horas, el dilatado hastío fulgurantemente roto (en ocasiones infrecuentes). Imágenes caducas laten aún en el huésped de mi cuerpo, como hojas de un álbum donde anotamos algo, un teléfono, una dirección que nunca vuelven a mirarse. Cansancio de mí misma, desaliento absoluto con nombre de mujer, amargo encuentro del espacio y del tiempo, ecuación que jamás podré solucionar con racionales métodos, acaso él sí, en su campo de exterminio, como el que estuviera despidiendo de mí, y me valora lenta, pausada, definitivamente.

            He de pintar de blanco el techo ennegrecido para el regreso a casa, amor mío, toda la tarde pensando en tí, no lo niegues. He guardado en el desván los abrigos del invierno, las botas de lluvia, la bufanda encarnada, qué dolor inservible.
La ropa se ha quedado ancha, en Polonia, en Hungría, en Alemania, en Rusia, hasta el transiberiano horadando la nieve, bien estibada raíz de sliwovitza, ráfagas de tus muslos de uniforme, mi mono azul pasado está de moda, cuando en el capitol la rebelión a bordo y ginger rogers entusiasmada de sus falsos clientes, el antepecho del balcón quebrado por la metralla. En el acuárium un teniente de carabineros revolaba su capa al son de salomé con palmas, salomé maría salomé, a los piés de un limonero flo­recido veinte años que jamás olvidaré.

            Aunque la mariposa apolo, cleopatra de las ruinas trate de su debida apropiación, sus colores azules de cobalto candente, dirías que es del trópico el respirar frondoso, dirías que el deseo vuela inestable de una fuente a otra, dirías que es el juego trágico de contar los segundos de sesenta y tres años hasta mudar el cuerpo en un segundo inmenso de eternidad enig­mática, de integral en las fórmulas fragmentarias del tiempo.

            Quién será ese viajero pensativo que en la gran sala del aeropuerto mira hacia el frente a través de las encristaladas puertas donde se arremolinan los presagios. De vez en cuando pasa su mano por el pelo blanco, enciende un cigarrillo lentamente, lo deja consumir entre los dedos o lo lleva a sus labios. ¿Se marcha acaso para no volver? No tiene prisa, medita sus enigmas, ni siquiera atiende las instrucciones de los alta­voces. ¿Calcula sobre lo imposible? ¿Con las sombras de fue­ra o las de dentro? ¿O es que regresa a su patria? ¿Pero es que tiene una patria? ¡Quién lo diría! Su lengua ya no sabe formular los términos que fueran mensajes del peligro, la mano es de patética ternura, cual si el alma de un niño la moviera. Voces indiferentes desde el techo anuncian procedencias o destinos, mira el reloj, las cinco y media, presiente los minutos peligrosos, vuelve a mirar, las seis, vuelve a advertir que hay traidoras constelaciones al otro lado del mapa, y ya prefiere un país donde las cosas no tengan nombre y el viento cambie diez veces de rumbo a lo largo de unos minutos”.

José María Martínez Laseca

miércoles, 16 de agosto de 2017

Concha de Marco: Cantos del compañero muerto (1)

Con esta introducción, trazada mediante unas cuantas pinceladas sueltas, se pretende contextualizar  el emotivo poemario de nuestra poeta Concha de Marco (Soria, 23 de mayo de 1916-Madrid, 19 de octubre de 1989) titulado “Cantos del compañero muerto”. El que aquí reproducimos íntegramente para dárselo a conocer a los curiosos lectores.  A él ya habíamos hecho mención en otros artículos anteriores, tales como “Concha de Marco: carnet de identidad” [en Revista de Soria, nº 8, 1995] y “Concha de Marco (1916-1989) [en la Revista Celtiberia, nº 96, 2002],  así como en mi libro, más reciente, “Concha de Marco en carne y verso” publicado en 2016 por el Ayuntamiento de Soria, con motivo de la celebración del centenario de su nacimiento.
Pero la expresa referencia  al mismo todavía se antepone más atrás en el tiempo. Respondió su noticia primera al momento de la “Exposición-homenaje: Juan Antonio Gaya Nuño (1913-1976) entre el espectador y el arte”, que se llevó a cabo en la sala de exposiciones de Caja Soria, del 16 de febrero al 16 de marzo de 1990, para dar a conocer el traslado a la ciudad de Soria del valioso legado bibliográfico y pictórico del gran escritor, historiador y crítico de arte nacido en la localidad de Tardelcuende. A tal fin divulgador de su figura, Ignacio del Río Chicote y yo, en tanto que comisarios de la muestra,  elaboramos el correspondiente catalogo de presentación, toda vez que Concha de Marco, con la que colaboramos muy estrechamente en el proyecto, falleció  –"en un lejano otoño, cuando quemen rastrojos"–  sin tan siquiera poder asistir a su apertura, que contó con la presencia destacada del profesor e investigador del arte, Alfonso E. Pérez Sánchez. El poemario, al que aquí aludimos, nos llamó especialmente la atención y por ello decidimos incorporar la transcripción de su primera página, justo debajo de la fotografía que reproducía la pequeña escultura de Jorge Oteyza “Puño gritando en el desierto”, auténtico retrato de Juan Antonio Gaya Nuño (véase la página 63 de dicho catálogo).
El texto mecanografiado de “Cantos del compañero muerto” está estructurado en un total de treinta párrafos, de distinta extensión, que se recogen agrupados en tan solo diez páginas. Si bien, inicialmente, parecía que iba a formar parte del “Manuscrito hallado en lo más intrincado del laberinto, con el que se da fin a las aventuras de los tigres transparentes”, al final la autora le otorgó una entidad propia e independiente.
En lo que atañe al momento de su escritura, resulta bastante fácil deducir que dicho texto fue elaborado por su compañera de toda una vida, Concha de Marco, durante el duro proceso vivido de la enfermedad y agonía de Juan Antonio Gaya Nuño, el que se prolongaría desde su diagnóstico inicial, en noviembre de  1975, hasta la fecha de su muerte, el 6 de julio de 1976.
No cabe duda que el esfuerzo intelectual que le supuso la escritura de este poemario tuvo para Concha de Marco un efecto de calmante o alivio. De ese modo, pudo soportar mejor un trance tan amargo y trágico. Lo podemos considerar, pues, como la mejor manera de gestionar el dolor producido por la visualización, día tras día, de la lenta consunción de su ser más querido, y en el que afloran a la superficie de la mente numerosos recuerdos de la vida cotidiana compartida.
 Sabido es que, en tanto que arte de creación, la poesía supone la expresión artística de la belleza por medio de la palabra sujeta a la medida y cadencia de que resulta el verso. No obstante, frente al resto de los otros poemarios de Concha de Marco, a los que nos hemos referido en trabajos como los ya arriba mencionados, plasmados en los usuales versos, “Cantos del compañero muerto” nos resulta ciertamente rompedor por estar escrito en una suerte de prosa poética, al modo y manera de  lo aportado por los poetas malditos franceses Baudelaire,  Rimbaud,  Verlaine y Mallarmé, y que, posteriormente, continuaría aquí, en España, su tan admirado poeta Juan Ramón Jiménez.
            La poeta se va a sentir así liberada de todo tipo de trabas para poder expresar con total naturalidad sus pensamientos  más íntimos, centrados en su dolorido sentir, dotando al conjunto del texto de un intenso lirismo. Porque cada frase está esculpida con exquisita lucidez. Y se advierte un tono elegiaco –“solo se canta lo perdido”– en la temática tratada. Temas tan constantes en la literatura, como los del amor y la muerte, se ponen aquí de manifiesto en una lucha de oposición de contrarios, tratando de encontrar sentido a la existencia, humanizando el contenido. En consecuencia, el duelo del yo poético sigue una trayectoria marcada por diferentes rodeos con la clara finalidad de identificar quien era el muerto y lo mucho que se perdió con él.
A fin de cuentas, al españolito Juan Antonio Gaya Nuño, que padeció el infortunio del exilio interior, ahora le “están matando las dos” Españas.  Se trata, la suya, según se nos dice, de una vida prolongada en treinta y siete años más. Después de haber sobrevivido a aquella celda de castigo cruel en el campo de exterminio de Valdenoceda (Burgos), tras acabar perdiendo la guerra civil 1936-1939 frente a los facciosos que se levantaron en armas contra la República. Con lo que la muerte del compañero se advertirá finalmente como una auténtica liberación para su alma, en pena prolongada, al cerrarse el poemario con la cita de estos versos subrayados de Quevedo: la cárcel rota y la prisión burlada.
  
CANTOS DEL COMPAÑERO MUERTO

            "Tres días antes de morir empezó a gritar; su silencio, cada vez más audible, me ensordecía. Temblaba la casa. Murió gritando, gritando yació toda la noche, muerto, gritando su des­mesurado silencio. No logré cerrarle la boca; lo intenté varias veces: El rigor mortal de los músculos había comenzado tres días antes. Gritaba todas las palabras que no dijo, todos sus cautiverios, todos sus exilios, todas sus derrotas. Siguió gri­tando dentro del féretro cerrado, gritaba en el horno cremato­rio, y del silencio de su boca salían llamas gritando. Conver­tido en cenizas, éstas siguen gritando, y su recuerdo vivo que llevo a flor de piel y en mis hondos adentros cada vez grita más, grita, desesperadamente, su silencio.

            Comienza a pronunciar lo que te dicta el enigma absolu­to que se viene a los labios impulsivo, de razón inconexa, por dentro cristalina, propágase en selváticos racimos de memorias sobre las lejanías, aéreas estructuras de áureos firmamentos, antecedentes mitológicos, tumbas de legendarios agonistas y bandadas migratorias de tribus desaparecidas en mi sangre pro­picia a todos los hechizos, el quíntuple dominio del sentido en esplendor de intimidad y viento.

            Oh enemigo de la patria, no preguntes más al rumor de generaciones que pasan con locura, de disputados dioses que a la aurora se mueren contra los ventanales polvorientos, el triun­fo de la tierra para lo consumido; vida llena de aristas, preci­picios de fuego y de tiniebla que aquí defiendo con bandera propia, el pasado tiene fulgores de mineral negro, brutalidad y miseria, la injusticia bebe aún en copa de oro el zumo de su viña.

            Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios: tú eres más infortunado, te están matando las dos”.
José María Martínez Laseca

viernes, 4 de agosto de 2017

Celebración de "un soneto para Soria"

Nos juntó, este pasado jueves 3 de agosto, de nuevo, un acto de celebración poética, y en consecuencia gozoso, como es la entrega del premio al ganador del certamen “Un soneto  para Soria”, que cada año convoca el Círculo Amistad Numancia. En esta su quinta edición lo ha conseguido, como dijo su Presidente Adolfo Sainz, el poeta Andrés García Motos, granadino de nación, pero de habitación en Casteldefells y vinculado al pueblo de Adradas por su esposa soriana. Con su soneto “Castroviejo”, referido al bello paraje soriano de Duruelo de la Sierra.  Donde parece que las rocas sueñan ser una misteriosa ciudad encantada. La que conforman los restos de una escuadra de navíos petrificada, encallada en el mar de pinares, bajo un cielo infinito. Enhorabuena por ello, de parte de los miembros del jurado, que se lo otorgamos por unanimidad. Advertimos en él, la inspirada costura de las palabras que, si no nos equivocamos, también pudimos apreciar en la confección de otra bella estampa paisajística relativa a otro de los paisajes singulares de nuestra   provincia de Soria, cual es el  Cañón del Río Lobos.
Nos encontrábamos en el marco adecuado de ese viejo Casino, de tantas resonancias poéticas. Sin duda “un lugar para la poesía”, que aloja, asimismo, bajo su techo a “La casa de los poetas”.  En esta “ciudad para poetas” con sus tres grandes tenores líricos: Gustavo Adolfo Bécquer, Antonio Machado, y Gerardo Diego. En vísperas de la apertura de la feria del libro “Expoesía”, que este año gira en torno a exilios y poetas. Este mismo año en que celebramos el 2.150 aniversario de la gesta de Numancia frente al todopoderoso imperio romano. Y ello me ha llevado a arrimar el ascua a nuestra sardina. Es bien conocido que durante cierto tiempo se discutió el emplazamiento de la heroica ciudad celtíbera, habiendo quienes, interesadamente,­ lo trasladaron a Zamora. Pues bien, entre 1924-26 viajó por España el embajador y humanista veneciano Andrea Navagero, que al pasar por estas tierras anotó: “a cuatro leguas a la derecha [desde Gómara] se alza Soria, junto a la cual se ven todavía las ruinas de Numancia”.  Algo evidente, Numancia está en Garray, como ya afirmó, en 1499, el autor de la primera gramática castellana, Elio Antonio de Nebrija, al ubicarla en su lugar exacto. “Era en Numancia, al tiempo que declina / la tarde del agosto augusto y lento, / Numancia del silencio y de la ruina, / Alma de libertad, trono del viento.”, tal y como la cantó Gerardo Diego en su certero soneto “Revelación”, de 1948.
Digo que, este personaje, Andrea Navagero, es relevante, además, para nosotros por ser el auténtico introductor del soneto en España. Antes lo había intentado Íñigo López de Mendoza, el famoso Marqués de Santillana, el de las “Serranillas”, con sus “versos fechos al itálico modo”. No obstante, lo definitivo vino tras el encuentro del mencionado embajador veneciano con el poeta Juan Boscán, amigo íntimo de Garcilaso de la Vega,  en 1526, en Granada. A partir de aquello, se desarrolla en nuestra literatura una larga historia del soneto, con poetas de todos los tiempos, lo que resultaría muy largo de relatar.  Añado que mantiene su plena vigencia  e interés hoy en día, como  bien corrobora el éxito de nuestro certamen “Un soneto para Soria”.
            No es nada fácil cumplir con la exigencia de crear un soneto.  Una composición poética de 14 versos endecasílabos. Con dos cuartetos y dos tercetos. De arte mayor y rima consonante, conforme a su rígido corsé  clásico: ABBA, ABBA, CDC, CDC. Y que resulte, por ende, atractivo y sugerente. En nuestro caso, sobre la temática de Soria,  capital y provincia, en sus múltiples facetas. Por conseguirlo exitosamente, reiteramos nuestra sincera felicitación al autor del bello soneto titulado “Castroviejo”, el que todos podrán degustar con su lectura, puesto que va a quedar expuesto a lo largo de todo un año,  en el local del Casino Amistad-Numancia. Es el merecido reconocimiento a quien ha sabido contemplar lo nuestro con una mirada diferente de la normal. Lo que le hace, por añadidura, merecedor de nuestro mayor agradecimiento. 
José María Martínez Laseca
(3 de agosto de 2017)