El rotar de la tierra alrededor del sol sigue marcando los ritmos de los seres vivos
en sus trabajos y en sus ocios. Ello se hace palpable en lo que conocemos por calendario,
que nos sirve para organizar el paso del
tiempo en diferentes segmentos: días, semanas, meses y años. Surgen de idéntico
modo las conocidas cuatro estaciones de la primavera, verano, otoño e invierno,
a las que acompasa el palpitar de la naturaleza misma con sus significativos cambios
de ropaje.
En
el marco, pues, de los diferentes ciclos por los que transitamos en nuestro deambular
sobre el suelo terráqueo, nos vamos a ir
adentrando en el del frío invierno, donde cobrará una importancia capital para
el mundo cristiano el ritual de la Navidad, toda vez que la iglesia eligió para
la celebración del nacimiento de su fundador el día 25 de diciembre. No fue una decisión arbitraria, sino que se
hizo con la clara pretensión de transferir la devoción que sentían entonces los
gentiles por el sol.
Así, en el calendario
juliano se computaba el solsticio de invierno el 25 de diciembre,
considerándolo como la natividad del sol, al comprobarse que comenzaban a
alargarse los días, acrecentándose su poder desde ese mismo momento crítico. En
este sentido, ya los egipcios representaban al recién nacido sol por la imagen
de un niño que sacaban al exterior para presentarlo a sus adoradores. Incluso
el dios Mitra fue asociado con el sol, el invencible sol, por sus fieles devotos y por eso su natividad
caía también en día tan señalado.
Cierto es que los evangelios nada dicen
respecto del nacimiento de Cristo, y por eso no celebraban su onomástica al
principio. No obstante, pasado algún tiempo, los cristianos de Egipto acordaron
el 6 de enero como fecha de la Natividad. Y así permaneció en la costumbre
hasta que, a finales del siglo III o comienzos del IV, la iglesia de occidente
adoptó el 25 de diciembre como fecha verdadera. Una decisión que también asumió
después la iglesia de oriente, quedándose ya como definitiva.
En consecuencia con todo
lo anterior, la Navidad comporta uno de los hitos fundamentales de los ciclos
festivos a los que nos estamos refiriendo. En términos generales, la Navidad
comprende un conjunto de celebraciones que van desde La Nochebuena, el 24 de
diciembre, hasta el 6 de enero o de la Epifanía de los Reyes Magos. Y no hay
ningún pueblo de España, ni de occidente entero, que no conmemore con alegría compartida el
nacimiento de Jesucristo.
Dentro, por tanto, de
esa similitud de fondo de las distintas celebraciones navideñas, se observan no
pocas variantes de carácter popular. Como bien advierte J. M. Caballero Bonald,
los elementos obviamente inamovibles no obstaculizan el desarrollo de otros
jolgorios privativos de determinadas regiones. Y señala el villancico como uno
de nuestros más ilustres veneros poéticos de tipo popular –en distintas
versiones ligadas a los respectivos cancioneros musicales– de un extremo a otro
del país.
Son los villancicos
esas letrillas tradicionales que se cantan a
varias voces durante las fiestas navideñas que cierran el año viejo y
abren uno nuevo. Sabemos que en su origen se trataba de canciones profanas, con
un estribillo característico, que se reiteraba entonándose a coro frente a las
estrofas que interpretaban los solistas. Más tarde, los villancicos fueron
introducidos en las iglesias y pasaron a asociarse concretamente con la
Navidad.
Como botón de muestra,
traemos aquí tres ejemplos recogidos en nuestra provincia de Soria. En mi
pueblo de Almajano, sin ir más lejos. Que a mí me traen recuerdos entrañables,
porque me los cantaba mi madre (Angelines Laseca Antón) cuando yo era pequeño.
Tanto me gustaron sus relatos que nunca los olvidé y de ese modo he podido plasmarlos
posteriormente por escrito.
Son los tres que aquí selecciono, y que
están relacionados, dentro de la historia sagrada, a la infancia del Niño
Jesús. El primero de ellos es el titulado “La Virgen y el labrador” y nos lo
cuenta así:
Camina la Virgen pura / a Egipto desde Belén /
llevando al niño a caballo / porque el Rey Herodes / mandó degollarlo. / En la
mitad del camino / a un labradorcito ve. / Le ha preguntado la Virgen: / –Labrador, ¿qué haces? / –Señora,
sembrando / un poco de trigo / para el
otro año. / –Vendrás mañana a segarlo
/ sin ninguna detención. / Este milagro lo hace / nuestro divino Señor. / Si
acaso vinieran / por él preguntando / dices que le viste / y estando sembrando.
/ El labrador va a su casa / lleno de gozo y placer / y todo lo que le pasa /
se lo cuenta a su mujer. / Y la mujer dice / que no puede ser / en tan poco
tiempo / sembrar y coger. / Y estando segando el trigo / vieron venir a caballo
/ todas las tropas de Herodes / por el niño preguntando. / El labrador dice: / –cierto que le vi, / estando sembrando / pasó
por aquí. / Vuelven caballos atrás / llenos de rabia y de ira, / pues no
pudieron lograr / el intento que traían. / Y el intento era / llevárselo preso
/ para presentarlo / al rey más soberbio.
Tiene un total de 44
versos de arte menor (octosílabos y hexasílabos), con rima asonante de modo
irregular. Su temática, queda enmarcada en la denominada Huida a Egipto que
realizan la Virgen María y San José en su desesperado intento de proteger al
Niño Jesús, frente a la pretensión del rey Herodes de capturarlo y matarlo, por
considerarlo un posible usurpador en tanto que rey de los judíos. Ello propició
la conocida matanza de los Santos Inocentes, dado que Herodes mandó degollar a
todos los niños menores de dos años que había en Belén. El diálogo que se
establece entre la Virgen y el labrador es el elemento que vertebra el texto. Se le
conoce también como “El milagro del
trigo”, ya que al anticiparse la cosecha del cereal las tropas perseguidoras se
quedan desorientadas.
El segundo al que nos
referimos se conoce tradicionalmente bajo la denominación de “La Virgen y el
ciego” o, también, como “La fe del ciego”. Nos lo narra así:
Camina la Virgen pura / de Egipto para Belén / y en la
mitad del camino / el Niño tenía sed. / –No
pidas agua, hijo mío, / que no se puede beber, / que bajan los ríos turbios / y
no se puede coger. / –Allá arriba, en
aquel alto, / hay un rico narangel / y el que lo está guardando, / es un ciego
que no ve. / –Ciego, deme una naranja
/ “pa” este niño que trae sed. / –Entre
usted señora y coja / las que le hagan menester. / La Virgen, como era
Virgen, / no cogía más que tres. / Y el Niño, como era niño, / todas las quiere
coger. / Mientras la Virgen cogía / volvían a florecer. / Tan pronto marcha la
Virgen, / el ciego comienza a ver. / –¿Quién ha sido esa Señora / que me ha hecho tanto bien? / Ha dado luz a
mis ojos / y a mi narangel también / –Era
la Virgen María / que con su hijo iba a Belén.
Se
trata, en este caso, de un bello romance, de 30 versos octosílabos, en el
que riman los pares en asonante (-e),
mientras que quedan libres los impares. Resaltan los verbos en infinitivo de la
segunda conjugación. Este villancico se enmarca cronológicamente en una
secuencia posterior al primero, ya que hace referencia al retorno de la sagrada
familia a Belén, desde Egipto a donde había huido. Aquí es la Virgen quien
realiza la petición al ciego en el diálogo que se establece entre ambos.
Simbólicamente se opone la oscuridad del ciego con la luminosidad que
representa Jesucristo. Y es la generosidad del ciego la que hace que se opere
el milagro y recupere su vista.
El
último al que nos referimos da en titularse por el primero de sus versos: “Madre
en la puerta hay un Niño”. Y reza así:
–Madre en la puerta hay un Niño / más hermoso que el sol bello / sin duda que tiene frío / y esta desnudito en
cueros. / –Anda dile que entre / se
calentará, / porque en esta tierra / ya no hay caridad. / Entra el Niño y se calienta / y
calentándose estaba, / le pregunta la patrona: / –¿De qué tierra y de qué patria? / –Mi padre es del cielo, / yo bajé a la tierra. / Si usted me dijera /
dónde está mi madre / de rodillas fuera / y hasta que la hallare. / ¡ –Hacedle al niño la cama / en la alcoba y con
primor! / –No señora, no me la haga,
/ que mi cama es un rincón. / Desde que nací / y hasta que me muera / ha de ser
así.
Es este un villancico
clásico de nuestra Navidad, que alterna en su composición de 25 versos, a octosílabos y hexasílabos. Su
temática, alejada de los tópicos habituales (natividad, pesebre, pastores,
magos de Oriente, etc., se centra en ese extraño infante que vaga solitario y
desnudo por las calles. Entre él y la dueña de la casa se establece el diálogo
que nos descubrirá de quien se trata. A su vez, la patrona dictará las órdenes
a un tercero en demostración de su talante hospitalario y caritativo.
A modo de conclusión,
señalaré que los tres villancicos aquí coleccionados forman parte indubitable
de nuestra tradición oral soriana. Y son variantes o variaciones, en cada uno
de los casos, de un mismo tema en origen, el que también se pone de manifiesto
por otros muchos lugares.
Todos ellos se
integran, por consiguiente, dentro de lo que se denomina patrimonio cultural inmaterial
que, por lo valioso del mismo, deberíamos conservar y transmitir como importante
legado a las generaciones venideras.
José María Martínez Laseca
(29 de diciembre de 2017)