Desde
que comenzamos, el año 2013, él, ataviado con su capa castellana y su negra boina,
siempre acudió puntual a “La
Saturiada ”. Nunca supe muy bien si era arévaco o pelendón.
Celtíbero, en cualquier caso. De Rioseco de Soria y de mi quinta del 55. Grandote
de armario, con otro tanto de alma en su interior. Y cierta ingenuidad de niño.
Cual Moncayo, lucía nevada la cumbre. Y barba cana. Vivarachos sus ojos de
gorrión, y la mirada atenta. Amplias sus manos, más de mecánico que de
mecanógrafo. Los labios de su boca: un mechero dispuesto a prender presto el fuego
a la yesca de la conversación.
Era él quien nos traía las llaves de
la ermita. Esas llaves antiguas, enormes, ya de museo etnográfico, de las que otrora
abrieran la puerta a las bodegas subterráneas del vino. Las llaves que nos
sirven, junto con el sayal y la capilla del santo Saturio, para darle al
santero, en el inicio del ceremonial, posesión de su ermita.
Fue Juan José Peracho para mí río
Guadiana. Aparecía y desaparecía, con cierta intermitencia. Cuando coincidíamos,
nos tomábamos un café con leche, fuera en el bar Félix o en la Casa Apolonia de la
plaza de Herradores. Con sacarina, por supuesto. Porque éramos los dos “der
Betis” como solía repetir con ironía.
La antepenúltima ocasión en que nos
vimos, charlamos de temas generales. Pero, sobre todo, de literatura. Pues
Peracho sentía la escritura como necesidad, como fundamento de la realidad,
mezclando fantasía y verdad. Yo le conté el reciente fallecimiento en Granada
del escritor de Ólvega Manuel Villar Raso, al que ambos admirábamos. Él me
sustituyó en la presentación de su última novela “Las señoras del Paraná”, aquí,
precisamente, en este Casino Amistad-Numancia. Y ello le dio pie para decirme
de su pasión por África, la que plasmó en su primer libro “Soria-Sáhara”, tras
viajar al desierto. Y me dio la primicia de que “Las Españas perdidas” del
olvegueño, que trata de los moriscos expulsados de España en el siglo XVI, le
habían dado pié a una nueva empresa narrativa. También me habló, con orgullo,
de sus hijos y, con preocupación, de su inestable situación laboral a sus 61
años.
En la que sería la penúltima, nos
habíamos citado un martes, previamente a su encuentro semanal con el club de
lectura del Casino. Otro café en la barra del bar. Volvimos a repasar la
actualidad soriana. Y buscamos, sin éxito, por los quioscos “El día de Soria”,
el nuevo periódico en el que él había escrito la columna de la contraportada.
Ya la última vez fue cuando,
reclamados por la TV
local, acudimos algunos de los hermanos a la cueva rupestre de San Saturio a
simular La Saturiada. Yo
regresé con él a la ciudad, montados en su Rocinante todoterreno.
Que no hubo tiempo para más. Aquel fatídico
lunes 4 de abril, cuando entré en la librería Las Heras, César Millán me soltó
a bocajarro la mala nueva: ha muerto Peracho. Me costó digerir ese mal trago.
En mi habitual paseo de la tarde pasé por La Barriada y en la calle
Teruel vi su Land Rover-Rocinante aparcado. Veloces, pasaron por mi memoria las
imágenes de la película compartida. Y llegué a la conclusión de que Peracho era
un buen tipo. Por esa humanidad que transpiraba. Y recordé su insistencia en
que el pintor Ignacio del Río Chicote hiciera el cartel de La Saturiada 2016 con el
mismo formato del año anterior, porque él se había esmerado en montar un
soporte de madera para exhibirlo durante el desfile callejero. Tanto todo para
nada. Para marcharse después sin avisar y dejarnos a la Hermandad del Santero en
la estacada.
Debo decir aquí que Peracho se
mostraba entonces bastante ilusionado con la reedición de su libro “Numancia.
El día que no vinieron las golondrinas…”, de cuando se cambió el calendario que
rige nuestras vidas. Incomprensiblemente reventó su corazón y los mecánicos
galenos no pudieron reparar ese motor que impulsa el flujo vivificante de la
sangre por el circuito cerrado de las venas. Y se nos derrumbó su corpulento edificio
para siempre.
Solo
se canta, dicen, lo perdido. Solo la ruina es novelable. Aunque yo pienso que,
al igual que sucede con el amor, en esa relación entre escritor y lector todo debiera
estar consentido, tendente a fin tan bello como es el de extraer el elixir de
la verdad destilando las mentiras.
La gente normal acostumbra a
morirse. En nuestra sociedad capitalista y de consumo son de uso corriente las
dos sucias monedas de la traición y del olvido. De ahí que nosotros hoy vengamos
a lo nuestro, ya que la vida sigue, para no traicionar ese espíritu lúdico y
vitalista que te caracterizaba. También te recordaremos al releer tus libros,
para que así nunca te nos mueras del todo.
Con nosotros compartías que “una
sociedad que ama la lectura y, por extensión, ama la cultura, es una sociedad
fuerte, sobre la cual puedes construir. Es una sociedad mejor, más empática y
más justa, más humana y sensible”.
Porque tú, Juan José Peracho Soria,
como escritor que eras, gustabas de la lectura. Pues, como dice Antonio Lucas,
“un hombre que lee es un sujeto mejor acabado”. El gran Jorge Luis Borges
imaginó que el paraíso sería alguna especie de biblioteca. Tal vez por aquello
de la lectura infinita.
De ser eso así, todos los miembros
de la Hermandad
del Santero estamos bien seguros de que tú habrás ido a parar a ese cielo.
Que no te olvidamos. Te queremos,
Peracho. Porque hoy, como siempre, habrá tiempo de primavera suficiente para
que vuelva a florecer en nuestros corazones esa rosa tan hermosa de la buena
amistad.
(He terminado de escribir estas
letras, en mi casa de Soria, la mañana de hoy, 23 de abril, día del libro, 400
años después de la muerte de Cervantes y Shakespeare, fiesta, también, de
Castilla y León. Cuando se cumple ya la cuarta edición de nuestra Saturiada. La Saturiada-2016 o el
día que no vino Peracho).
José
María Martínez Laseca
(“La Saturiada ”, 23 de abril
de 2016)