martes, 1 de octubre de 2019

Alberto Pancorbo, pintor visionario


Alberto Pancorbo (Soria, 18 de abril de 1956) fue aquel niño que traveseaba feliz, con sus hermanos mayores Jesús y Paco, junto a los otros chicos de la Calle Real de su ciudad natal. Pero que, así mismo, aprovechaba cualquier rato para garabatear sobre el anverso de un papel en blanco. Suponía para él agarrarse con fuerza al cordel de la cometa de colores que ascendía a los cielos impulsada por el viento imparable de su fantasía. Toda su curiosidad se sumaba a su necesidad de crear. Quería ser artista, de mayor. Entonces, su voluntad era, todavía, más fuerte que sus habilidades. A pesar de que en la Escuela de Artes y Oficios sacaba buenas notas en la clase de dibujo, que impartía el profesor Juan Chuliá.
Mas, para echar a andar hay que decir adiós un día a la familia y a los amigos de juegos compartidos. Saltar las bardas del corral de provincias. Y él no se acobardó. Motivado por el hambre de seguir aprendiendo, con 18 años, partió a Barcelona, donde perfeccionó su técnica pictórica. Con la lección bien aprendida, mostró su producción al gran público, de manera exitosa. Sus alas le crecieron y fue elevando el vuelo, persiguiendo su ideal de belleza. Con disciplina y estudio constante. Visitando museos para repasar a los grandes maestros clásicos (Velázquez, El Bosco, etc.), pues bien sabido es que en el arte lo que no es tradición es  plagio.
Para lograr ser él mismo. Sin negar influencias surrealistas como la de Salvador Dalí, apreciable en su dominio del dibujo y de las tonalidades suaves del color o la de René Magritte, al forzar al espectador a cambiar su percepción precondicionada de la realidad. Con una identidad personal. Con un estilo original, que ha sido tildado de realismo romántico y mágico. Componiendo con sus pinceles un universo propio de seres vivos y objetos que no por reconocibles dejan de ser enigmáticas en la conformación del cuadro. (Alguien dijo que no hay otra pintura más abstracta que la figurativa). Porque el arte posibilita la transfiguración del viejo mundo en un mundo nuevo, connotativo, diferente.  
Cual en la poesía, hay elementos recurrentes en las figuraciones de sus lienzos. Tal, la ermita de San Saturio, junto a la margen izquierda del río Duero, que nos evoca a la abadía francesa del monte Saint-Michel; junto a algunos destacados monumentos del arte románico, reivindicando así sus orígenes patrios. Dado que la memoria siempre guarda destellos de la luz que despiden las cosas alejadas o perdidas. O el autorretrato, claro símbolo de esa autorreflexión o introspección al mirar en su interior; los enredados laberintos de la imaginación y de la vida misma con sus intrincados vericuetos.  O mujeres misteriosas del amor y el desamor, palomas mensajeras de la paz, granadas como fruto de la pasión o los oxidados candados de la incomunicación.
Pancorbo viajó lejos. Allende los mares, a Bogotá (Colombia) y Miami (Estados Unidos), donde ahora reside. Navegaciones y regresos. Hay que tener valor para retornar después de transcurrido el tiempo. “¿Volver? Vuelva el que tenga, / tras largos años, tras un largo viaje, / cansancio del camino y la codicia / de su tierra, su casa, sus amigos, / del amor que al regreso fiel le espere”, cantaba nuestro peregrino poeta Luis Cernuda. Si ahora él lo ha hecho es, entre otras razones, para exponer parte de su obra a los ojos de sus paisanos: de nuevo en la Galería Cortabitarte. Estos días de septiembre.
Y es que crear, jugar, pintar es también soñar para Alberto Pancorbo: una manera de ejercer la libertad.
Porque la creación pictórica como juego le supone, sin duda, la alquimia para recuperar el paraíso perdido de su infancia.
La de aquel niño que un día, ya distante, fue. Aquí, en Soria, y por su determinante Calle Real que, con aquellas ilusiones primeras, marcó su destino de pintor visionario.
José María Martínez Laseca
(10 de septiembre de 2019)

miércoles, 7 de agosto de 2019

Recordando a la mitica actriz española Margarita Xirgu


EL AÑO XIRGU. Durante 2019-2020 se celebra el 50 aniversario de la muerte de la actriz catalana convertida en mito. Se subió a las tablas con apenas 13 años y ya a los 18 debutó como profesional para renovar la escena española. Ella interpretó magistralmente las obras de los hermanos Machado, Federico García Lorca, a quien conoció en 1926, de Rafael Alberti y de Alejandro Casona, entre otros muchos dramaturgos españoles y extranjeros. Su decidido apoyo a la República le condenó al exilio perpetuo. Fue rompedora en su época con sus actuaciones y también como mujer. Tuvo una gran proyección y reconocimiento en América Latina.
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                Tal y como mencionábamos en nuestra columna Sobre vivir: “Cuando vino la Xirgu” (ver HD-So del 1 agosto de 2019), ella pasó por Soria a finales de junio de 1921. Y sus diferentes representaciones en el Teatro Principal de nuestra ciudad se vieron coronadas por un rotundo éxito. En 2009, Ramón Martínez de la Riva (ABC del 26 de abril de 2009), la recordaba en su representación de “Carmen”. Y decía: “Era «ella”. Carmen rediviva, española y gitana, tremante de pasión y de celos; y la expresión de sus ojos, “voluptuosa y fiera”, acompasaba con la del cuerpo, que al fin se rendía a la navaja de José el Navarro.
            Para mejor contribuir al homenaje tributado a esta actriz, encarnación de la pasión y la tragedia y cuya vocación teatral nació “consigo misma” hemos estimado conveniente reproducir el magnífico artículo “Margarita Xirgu por Castilla. Una gran campaña artística” que  José María Palacio, Director de El Porvenir Castellano, publicó en primera página de El Diario de Burgos, del sábado 25 de junio de 1921.         
“A las dos de la tarde de hoy, ha salido en dirección a esa histórica ciudad, depositaria de sus energías, la eminente actriz catalana y muy española, Margarita Xirgu que con su notabilísima compañía realizan el viaje en automóvil, y después de haber podido admirar las reliquias artísticas sorianas, que verá aumentadas allí en grado sumo, luego de haber gozado en estos días serenos y magníficos de Junio, en que los horros casi exhaustos aguardan el fruto vendido de los trigales en flor, toda la honda emoción del paisaje hosco y  fuerte, cuya poesía ha desentrañado la lira inmortal de Antonio Machado, han traspasado raudamente la zona umbrosa, conciliadora y atrayente, plena de belleza, de luz y de color, de los pinares sorianos y burgaleses. Sobre ellos, silenciosos y serenos que evocan la música arpegial de Montaigne o de Rubén, el genio artístico de Margarita se habrá estremecido como el alma de un enamorado al contemplar una sultana magnífica y alucinante.
            Aquí ha realizado Margarita –esta familiaridad es algo que surge rápidamente por una alta estimulación entre ella y el público– una campaña brillantísima. Los artistas que forman su elenco han dejado la sensación de uno de los conjuntos más notables. Ella, Margarita, posee una fuerza tal de simpatía nacida de su arte excelso y su impulso creador es tan absorbente, que consigue adueñarse muy pronto del corazón de los espectadores.

            En Soria ha verificado un abono de ocho funciones poniendo en escena con absoluta probidad Fedora, Primerose, Marianela, La loca de la casa, El mal que nos hacen, Ramo de locura, Alimaña y Rosas de otoño.
            Cada representación fue un triunfo, si cabe más grande que el del día anterior.  El público que  ha llenado todas las noches el Principal ha colmado de ovaciones a la insigne artista y a todos los intérpretes de las obras.
            Margarita Xirgu es una mujer inteligentísima, toda sensibilidad y emoción artística. Estaba consagrada como nuestra mejor trágica y no se sabe qué valor resalta más en la encarnación de cada uno de los personajes que interpreta en escena.
            Es una verdadera maga de todos los sentimientos femeninos; sus transiciones del dolor a la alegría, de la serenidad a la exaltación, de la ira al amor, del odio a la reconciliación, del afecto apasionado al desdén, constituyen en cada momento un destello genial.
            Las grandes turbulencias íntimas, las intensas luchas del corazón para cristalizar las más altas abnegaciones que culminan en la mujer mártir, concreción de todas las bondades y de las más hondas generosidades, tienen en Margarita Xirgu una realidad escénica insuperable, que pasma por la expresión y asombra por el gusto. Así es en “Marianela”, así en todos sus papeles. Da a cada personaje un sentido psicológico, expresivo y emocional apropiado. Ustedes lo apreciarán durante su actuación allí.
            Anoche, con el estreno de “La extraña”, drama intenso y extraordinario del poeta Eduardo Marquina el público colmó de ovaciones repetidas el final de cada acto. Al terminar la pieza, Soria entera, representada en el teatro, reiteró de modo especialísimo a Margarita su altísima estimación. Subió y bajó el telón no sé cuantas veces. Las señoras y señoritas saludaban y aplaudían, rientes o llorosas y todas profundamente emocionadas. Los caballeros, todos de pie, no cesaban de aplaudir. Fue el momento doloroso de la separación. Parecía como que nadie quería salir de la sala.
            Al fin, Margarita, conmovida, dijo en cuatro palabras suaves y gratas, toda su gratitud.
            Una nota expresiva. Antonia de Benito, niña de 15 años, con otras señoritas de su edad, decían al salir del Teatro:  –Yo no me voy sin abrazar a Margarita.
            Yo salía de felicitarla con mi hija Pilar, de 12 años, y esta dijo con evidente orgullo a sus amigas:  –¡Anda, yo acabo de saludarla ahora con mi papá!
            Así es esa gran mujer, que despierta entre sus congéneres los mayores entusiasmos.
            Yo no he creído nunca de veras en el llamado problema catalán. En el terreno especulativo, lo plantea muy bien el ilustre burgalés Benito Mariano Andrade en su jugoso y reciente libro “Los separatistas son una minoría bullanguera que actúa siempre en su provecho”.
            Tengo el convencimiento de que el arte excelso de Margarita Xirgu, realiza en el orden sentimental una labor más provechosa que cien campañas políticas para la cordialidad entre Castilla y Cataluña. El Arte no conoce los conceptos estrechos de región.
José María Martínez Laseca
(Lunes, 5 de agosto de 2019)

domingo, 2 de junio de 2019

Eternamente Castilla


Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.
¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada
recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?
Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;
cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.
¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerra
de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.
A. MACHADO: “A orillas del Duero”
No cabe duda de que Campos de Castilla del gran poeta español Antonio Machado (Sevilla, 1875-Collioure (Francia), 1939), –que muchos consideran su obra cumbre–, constituye un poemario de referencia, no ya solo en el ámbito hispano, sino de la lírica universal contemporánea. Es su libro más conocido y contiene algunos de los versos más contados y cantados.
            Se publicó, en su primera versión, por Gregorio Martínez Sierra en la editorial Renacimiento, durante la primavera de 1912. A modo de compilación, acuciada por el inminente viaje de estudios de Machado a París, en 1911, en compañía de su esposa Leonor. Agavillaba poemas inéditos junto con otros divulgados en revistas. Y traía causa directa de su experiencia vivida en Soria, a cuyo Instituto General y Técnico llegó, como primer destino, en 1907, para tomar posesión de la Cátedra de Francés y ejercer la docencia. Nos lo recordaría así: “Cinco años en la tierra de Soria, hoy para mí sagrada –allí me casé; allí perdí a mi esposa, a quien adoraba–, orientaron mis ojos y mi corazón hacia lo esencial castellano”.
            Antes de llegar a Soria, Antonio Machado ya era considerado un poeta clásico en los cenáculos literarios de Madrid. Había publicado el primer volumen de Soledades (1903), subjetivo e intimista, que amplió a un segundo: Soledades. Galerías. Otros Poemas (1907). Alejándose de la música y la pintura modernista, buscaba esa “honda palpitación del espíritu”.
Pero,  el choque con la cruda realidad le resultó brutal. Habitual de la buena vida, ociosa y bohemia, dado el estado de ruina familiar, a sus 31 años tuvo que emanciparse y buscarse las alubias por su cuenta. El encarar la situación con entereza le hizo recuperar su autoestima, cual proclama en su “Retrato”: “A mi trabajo acudo, con mi dinero pago / el traje que me cubre y la mansión que habito, / el pan que me alimenta y el lecho donde yago”.
            Su llegada a Soria, que le reveló el paisaje de esta “hermosa tierra de España”, supuso para Machado el abandono de su solipsismo anterior, y le estimuló la conciencia inmediata del doble impacto del pasado: belleza y decadencia; y le fortaleció su patriotismo, al hacerle sentir directamente los males de la patria denunciados por los regeneracionistas. Entonces “ya era otra mi ideología”, nos confesará. Su renuncia a una lírica más pura respondía, por tanto, a su plena convicción de que se debía escribir para una colectividad.
            Campos de Castilla es un libro heterogéneo en sus temáticas. Con meditaciones “sobre lo eterno humano” y sobre “los enigmas del hombre y el mundo”. “A una preocupación patriótica responden muchas de ellas; otras, al simple amor a la Naturaleza, que en mí supera infinitamente al del Arte”, nos dirá. Dominan, sobre todo, aquellos poemas en los que el poeta dialoga con la geografía castellana desde Soria. Fue Castilla la que hizo a España y una parte esencial de Castilla es su paisaje, que otorga un sentido vertebrador al libro.
No obstante,  en el proceso de sugestión de ese paisaje se advierten tres etapas. La primera agrupa poemas de 1909, como “Fantasía iconográfica”, “Amanecer de otoño” o “Pascua de resurrección”. Son estampas sorianas, que han atraído la inspiración del poeta recién llegado a provincias. En la segunda, de 1910,  quedarían los poemas más genuinamente “noventayochistas” y de mayor hostilidad, referidos tanto al paisaje como al paisanaje sorianos. Entre ellos “A orillas del Duero” (inicialmente titulado “Campos de Castilla”), “Por tierras de España” o “La tierra de Alvargonzález”, severa crítica del campo castellano. Y la tercera etapa, hacia 1911, incluye el retablo paisajístico de “Campos de Soria”, de identificación cordial del poeta por el influjo benéfico de Leonor: “¡Oh, sí! Conmigo vais, campos de Soria”.
            ¿De qué modo hay que mirar para llegar a ver lo que canta Machado en Campos de Castilla? En 1835, Mariano José Larra había cruzado por media España y no vio más que un “desierto arenal”, una “inmensa extensión” de “desnudo horizonte”, tres días rodando “por el vacío”. Setenta y dos años después, más o menos por esos mismos lugares por donde Larra no vio nada, Antonio Machado observa “carros, jinetes y arrieros”, “rudos caminantes”, “pastores que conducen sus hordas de merinos”, “decrépitas ciudades”, “dispersos caseríos” o “el mesón al campo abierto” y “el hogar donde la leña humea” y “roídos encinares”, “cerros cenicientos”, “montes de violeta”, “colinas plateadas”, “grises alcores”, “cárdenas roquedas”…
            Ahí radica una de las claves de este libro de Antonio Machado: en que nos enseñó a ver a través de sus ojos esa hermosura que la costumbre y la rutina hacían que fuéramos incapaces de percibir por tenerla tan cerca de nosotros.
            Cierto es que Campos de Castilla de 1912 se fue ampliando después con nuevos poemas hasta su edición definitiva de 1917. Incorporando el “corpus poético” de su dolorido sentir por la muerte de su amada Leonor que inicia “A un olmo seco” y se culmina con “Otro viaje”. Así mismo, son de resaltar los creados en Baeza sobre los campos de Andalucía, en claro paralelismo con sus años sorianos. A fin de cuentas, todo un ensanchamiento de Soria a Castilla  y a España e, inclusive, al vivir humano.
             El lector que se adentra hoy en Campos de Castilla percibirá esa honda sensibilidad del poeta, a la vez que su obsesión por el irremediable paso del tiempo. Al poner a Castilla como metáfora de España, se verá inmerso en esa reflexión constante sobre aquel pasado histórico y glorioso, este presente problemático y el incierto futuro. El dilema entre un he sido, un soy y un seré. Sin embargo, Antonio Machado siempre apostó por la esperanza y por eso anhelaba salvar algo de la destrucción corrosiva del tiempo, confiriéndole al menos la permanencia asegurada por la poesía.
            A él le debemos que nos haya hecho creer en la belleza que canta. Que con su aliento poético insuflara un alma inmortal a esta tierra ascética. Eternamente Castilla. 
José María Martíenz Laseca
[En el 80 aniversario de la merte de A. Machado (1939-2019)]

jueves, 28 de febrero de 2019

Visitar la tumba sagrada del poeta Antonio Machado en Collioure

El pasado 22-F se cumplió el 80 aniversario de la muerte del gran poeta español de proyección universal Antonio Machado Ruiz. A sus 63 años de edad. La tragedia aconteció en el pueblecito de pescadores de Collioure, en pleno Rosellón de Francia, a orillas del Mediterráneo. Era miércoles de ceniza. Su agonía corrió pareja al derrumbamiento de la II República española, a la que siempre le fue fiel. El también andaluz y poeta Rafael Alberti nos lo recordó, en 1969, desde su destierro en Roma, con estas hermosas palabras: “Una radio de Francia da escuetamente la noticia. Lloré. Lloramos. Seguramente, las tierras áridas de Soria, el alto Espino, los montes de violeta, las alamedas del río se estremecieron al presentir que aquella era la muerte del mejor álamo español caído lejos del Duero”.
      Aquí, en Soria, “El Avisador Numantino”, de 25 de febrero de1939, recogía la información de manera telegráfica: “Las emisoras de radio nacional dieron ayer la noticia de que había fallecido en el extranjero el poeta y literato Antonio Machado”. Con idéntica fecha, el “Diario de Zamora de FE de las JONS” anotaba: “París.- Ha fallecido en esta capital el poeta Antonio Machado, el cual había regresado de Barcelona dos días antes de ser esta capital ocupada por las tropas nacionales”. Como se ve, tampoco faltaron por entonces los rumores y los bulos.
      Había nacido Antonio Machado en el célebre Palacio de las Dueñas de Sevilla, el 26 de julio de 1875. En el seno de una familia ilustrada, de tradición republicana, que, tras sucesivas desgracias, cayó en la bancarrota. Desde sus 8 años, en que todos se trasladaron a Madrid, Antonio se fue forjando como librepensador en los valores de la Institución Libre de Enseñanza. Su vida transcurre en el tiempo de una España convulsa, que arranca en 1875 con la Restauración monárquica y se prolongará (tras la I Guerra Mundial del 14 y de la Revolución Rusa de 1917) hasta la II República Española, que llegó con la primavera de 1931 y que sucumbió en 1939 al finalizar la Guerra Civil con el triunfo de los facciosos. 
      Por eso, el poeta conseguidor de la alquimia verbal de las más íntimas “Soledades”, el que personificó el paisaje yermo de los “Campos de Castilla”, el de la exquisitez reflexiva vertida de modo fragmentario en “Juan de Mairena. Sentencias, donaires , apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo”, hubo de partir engrosando la tan penosa como multitudinaria retirada republicana y cruzar al otro lado de la frontera, bajo la lluvia y la negra noche, para encontrarse al poco con la muerte en el humilde hotelito Bougnol-Quintana de Collioure. Justo un mes después de abandonar Barcelona. Tan “ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar”. 
      Muy bien nos lo contó su hermano José que le acompañaba (con su anciana madre Ana Ruiz y su esposa Matea) en su libro “Últimas soledades del poeta Antonio Machado”. Lo que, después, otros investigadores nos han ido narrado con la minuciosidad de una crónica negra. La derrota de nuestra democracia. Incidiendo en el verso alejandrino encontrado en un bolsillo de su gabán: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Cual mito del eterno retorno. Yo entre ellos. Así como de su primera tumba prestada y de la que ocupa ahora, desde 1958, compartida con su madre. 
      Pese a todo, la muerte en el exilio de un poeta tan grande resuena hoy todavía como el mar en la oquedad de una caracola. Con un enorme valor sentimental, ejemplar y simbólico. Él nos enseñó el compromiso cívico y el sacrificio para lograr un mundo mejor para todos. Él reflexionó sobre los males de nuestra patria y apostó por la educación y la cultura, por la tolerancia y por el diálogo para mejor resolverlos. Y predicó con coherencia entre su ética y su estética. Entre lo que decía y lo que hacía. De ahí que se le tenga por un santo laico. Y que su tumba, pagada por aportación popular, en la misma entrada del cementerio de Collioure, se haya convertido en centro de peregrinación para tanta gente llegada desde todos los sitios. Alguien sentenció que ningún español de bien debería morir sin visitarla al menos una vez en su vida. 
      Esta era mi asignatura pendiente. Una vez desde el Ayuntamiento de Soria, acaso en 2005, me ofrecieron llevarme con ellos, como pago por ejercer de mantenedor literario en un encuentro entre los Ayuntamientos hermanados de Soria y Collioure. Pero, una inesperada nevada dejó al alcalde francés, Michel Moly, en Zaragoza, impidiéndole el paso. Y a mí compuesto y sin viaje. 
      He tenido, pues, que esperar a que se cumpliera esta fecha redonda del 80 aniversario para sumarme a la expedición promovida por el Ayuntamiento de Soria y así cumplir, por fin, mi deseo. Fueron los días 23 y 24 de febrero. Antes de que amaneciera el sábado montamos en un microbús. El Acalde y el Concejal de Cultura viajaron en sus coches particulares. Hicimos un largo camino por carretera hasta llegar a tierras francesas. Mi primera alegría fue reencontrarme con Monique Alonso. Charlamos largo en el bus. Primero visitamos el Castillo de Bardou. Fue convertido en maternidad para los niños víctimas de la guerra civil española entre los años 1939 y 1944 por la institutriz y enfermera Elisaeth Eidenbenz. Con el sol declinando llegamos a Collioure, con su caserío encajado entre suaves montañas. Nos alojamos en pleno centro y curiosos nos apresuramos a ver el mar en su bahía. Después exploramos sus calles y sus monumentos iluminados. 
      Al día siguiente, domingo 24, madrugué para ir al cementerio antes de que comenzara el revuelo. Pero estaba cerrado. Di unas cuantas vueltas. Saqué fotos. Tras el desayuno volví a intentarlo. Fue inútil. La anunciada visita del Presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, había intensificado las medidas de seguridad. Además, un pequeño grupo de independentistas catalanes bloqueaba la calle del acceso principal. A las 10 h. acudimos al Centro Cultural. Vimos el impactante documental de Georges Figuéres: “La retirada de 1939”. Y escuchamos atentos a los tres conferenciantes. A Antonina Rodrigo, con “Doce mujeres francesas y españolas que han conservado viva la memoria de Antonio Machado”. A Jacques Issorel, con “Doce hombres “buenos”, “y, soy en el buen sentido de la palabra, bueno”. Y a Verónica Sierra Blas, con “Un diálogo que nunca cesa: los archivos de los lectores de Antonio Machado en Collioure”. Por colofón un hombre recitó el poema “A José María Palacio”. Pedí que me dejaran decir uno mío, pero el apretado programa lo impedía. Hablé con Antonina.
      Salimos al exterior. Imposible llegar al cementerio por el bloqueo de los abanderados independentistas. Hacía un buen día y había mercadillo y mucha gente por la calle y en los bares. Dificultades para comer. Por fin entramos al cementerio, y nos acercamos a la tumba del poeta. Alumnos de un instituto de Tarragona declamaban sus versos. Cuando acabaron yo me decidí. Tras presentarme, y temblando de emoción, recité un poema propio de homenaje a nuestro mejor cantor, que aplaudieron los presentes. Antonina Rodrigo y sus amigas me pidieron hacerse una foto conmigo, con el profesor de Soria. Al cabo de un rato con Monique Alonso como guía, repetimos los pasos de Machado, por el camino que recorrió desde la estación del tren que lo trajo y desde el hotel que lo alojó hasta el cementerio que lo cobija. 
      Con retraso sobre lo previsto la expedición soriana, con Jesús Bárez al frente, pudo honrar al poeta depositando un ramo de flores sobre la lápida cubierta de ofrendas y presidida por la bandera republicana. En las cintas de la corona, que conformaban con rosas rojas y amarillas la bandera de España, se leía: El Gobierno de España rinde tributo a Antonio Machado”. De nuevo, a petición de un allegado, cuya madre era de Castilruiz, volví a leer mi poema “En memoria de Antonio Machado” que dice así: 
      “Otra vez, de mañana, en cualquier radio / -es mucho el tiempo que tú estás ausente- / alguien recordará tu aniversario. / Y me hablará de ti, de tu calvario, / con el agua lloviéndote los pasos. // En negro y blanco cinematográfico, / se suceden borrosas las imágenes, / que me anticipan un final dramático. // Vencido, caminante hacia el exilio / -en columnas pedestres, como hormigas, / -que emiten siempre guerras fratricidas-, / junto a tus compañeros derrotados, / compartes los dolores y las hambres, / y huyes en retirada al otro lado. // Sobre tu gabán negro, de notario, / el polvo de la tiza y del tabaco. / Tu España es cáliz de su propia sangre.
      La carne herida pesa hacia la tierra, / en pos de sus raíces vegetales. // Ahora floree tu infantil Sevilla, / el amor junto al Duero desbordado. / ¿No ves, Leonor, los álamos dorados? / Diosa Guiomar se asoma a un finisterre / “y cuanto exilio en la presencia cabe”. // Cómo olvidar, si todo va pasando / desde el vagón de un tren precipitado, / mientras apuras tu último cigarro / y ya es Collioure, estación y hospedaje, / tu cita irreemplazable con la muerte: / miércoles de ceniza, treinta y nueve. // Descansa en paz, ya has concluido el viaje. / “Solo la tierra en que se muere es nuestra”, / playa de Francia a la que perteneces. / Nuestra es el agua larga de tus versos”. Por suerte, esta vez el compañero de expedición Fernando Martínez Marquina lo grabó con su móvil. 
      Tras partir de Collioure, quisimos acercarnos al campo de concentración de Argeles-sur-mer. Y pisamos la arena dorada y menuda de su playa. Por la que pasaron hambre, miedo y frío 450.000 españoles del éxodo y del llanto. Contándose con hasta 100.000 hacinados a la vez como ganado, cercados de alambradas. 
      El retorno hasta Soria se hizo largo. Llegamos a casa a las 3 de la madrugada. Pero el esfuerzo mereció la pena. Por la mucha emoción emanada de los instantes vividos con el sol de invierno. Por nuestro poeta adoptivo, que no nació aquí en Soria a la vida, pero sí al amor, tan intenso como breve, de Leonor Izquierdo Cuevas. 
      “Profeta ni mártir / quiso Antonio ser / y un poco de todo / lo fue sin querer” le cantó Joan Manuel Serrat. Hubo un poco de tristeza, porque allá en Collioure, su última estación, quedó enterrada una parte de nuestros corazones bajo una gruesa losa gris. Y conviene no remover su tumba. Para que no volvamos nunca a empuñar el sangriento cuchillo cainita entre españoles. 
      Nadie muere del todo mientras haya una sola persona que lo recuerde. Un poeta como Antonio Machado seguirá siempre vivo en tanto se lean sus versos. Fue un español decente. Que “misterioso y silencioso iba una y otra vez”. El docente que nos impartió su lección magistral para enseñarnos a ser buenas personas. Y a tolerar al contrario, que suele ser nuestro complementario. 




domingo, 6 de enero de 2019

El traspaso anual del arca de la concordia

Allá, por la Edad Media, los castellanos del extremo del Duero llevaban una vida comunal, asentados en aldeas libres (si bien nunca faltaron linajes ni obispos mandamases), que disfrutaban colectivamente los campos de labor, los prados, los montes, los bosques, las aguas, los molinos, las salinas…, y en las que una ciudad o villa cabecera constituía su epicentro. Eran las Comunidades de Villa y Tierra. Y, por oposición al reino astur-leonés, el derecho consuetudinario (basado en el uso y la costumbre) marcó su personalidad. Hasta el siglo XIII, Castilla no tuvo leyes y Soria, todavía en el siglo XIV invocaba su fuero para dirimir muchas cuestiones. La cultura agraria hizo que en un principio fueran compatibles la agricultura y la ganadería dentro de una economía de supervivencia cerrada o autárquica. No traspasar las lindes de las dehesas, trigales, viñedos, huertos o prados de guadaña eran las cinco cosas vedadas, incluidas en privilegios reales otorgados a las poblaciones trashumantes por los reyes para zanjar los pleitos de los vecinos de los pueblos y sin los cuales no hubiera sido posible la convivencia, ni el aprovechamiento de los pastos, del agua del río, etc. 
        Este es el contexto histórico en el que planta sus raíces el rito tradicional del traspaso del arca de madera, que cada año se efectúa entre las localidades de Almarza y San Andrés de Soria. Ambas, esencialmente campesinas, están situadas en la parte Norte de la zona central de nuestra provincia, a unos 20 Km. de la capital. A campo abierto, en medio del valle del río Tera, que da nombre, asimismo, al sexmo al que pertenecen, muy bien custodiadas por el imponente muro de la Sierra del Alba. Junto a la carretera N-111 que permite el acceso a la vecina Comunidad de La Rioja por el puerto de Piqueras. Otrora, participaban también las de Cardos y Pipahón, pero desaparecieron a causa de la despoblación. Estos “Cuatro lugares” compartían por igual el derecho al usufructo de la fértil dehesa boyal de la Mata, de 1.015 hectáreas, en base a un privilegio concedido por el rey Alfonso XI de Castilla, mediante carta plomada con fecha de 15 de junio de 1329. Así pues: “El arca que en los años impares va a Almarza, regresará en los pares a San Andrés”.
       El acto conmemorativo en la actualidad acontece, con el inicio del año nuevo, en la mañana de la fiesta de la Epifanía o de los Reyes magos el día 6 de enero, ya transcurrida la noche mágica en la que los pequeños han concentrado toda la inocencia de su ilusión infantil. En torno a las horas13,45 h., tras la salida de las misas oficiadas en las respectivas iglesias parroquiales, se forman las comitivas de vecinos y allegados encabezadas por las autoridades. Pronto avanzarán en dos columnas análogas hacía el mojón de “Canto Gordo”, a mitad de camino entre los dos pueblos, bien animados en el recorrido por las músicas altisonantes de los dulzaineros. 
       Por acabar en número par el año pasado de 2018, ha sido el pueblo de San Andrés el encargado de su custodia y, en consecuencia, sus mozos se han ocupado del traslado del arca, portándola a hombros para su entrega. Llegados al punto de encuentro y tras el protocolario intercambio de afectuosos saludos, los dos alcaldes / alcaldesas, usando cada uno su llave, proceden a la apertura del arcón, para supervisar que la documentación que se guarda en su interior, (sobre privilegios otorgados y pleitos mantenidos en relación con sus bienes comunales y la posesión de la ermita de los Santos Nuevos), se conserva en perfecto estado. Luego vendrán los discursos de los regidores haciendo balance del año cumplido y formulando los mejores deseos para el nuevo año. De un tiempo a esta parte, se invita a alguna persona destacada para que lance su panegírico sobre esta función tradicional a los cuatro vientos. Dichas las últimas palabras, serán los mozos de Almarza los que ahora carguen con el mueble de madera para trasladarla hasta su pueblo. Tras ello, en los salones de ambos ayuntamientos se obsequia a los concurrentes a vino y refrescos con algunos pinchos, brindándose por su buena unión y fraternidad. 
        Indudablemente, que esta ceremonia laica cobraba pleno sentido en otro tiempo pretérito y que hoy en día cumple un cometido que es más de celebración festiva, con un carácter meramente simbólico. Almarza y San Andrés no constituyen dos ayuntamientos separados, ya que el municipio de Almarza agrupa a San Andrés, junto con Gallinero, El Cubo de la Sierra, Portelárbol, Sepúlveda de la Sierra, Segoviela, Matute, Tera y Espejo de Tera. También cabe anotarse que en el cercano pueblo de Arévalo de la Sierra existe un arca similar, donde se salvaguardan documentos de la disputa del monte de acebo de Garagüeta mantenida con Gallinero. 
        Lo cierto y verdad es que este singular acto participativo del traspaso del arca, constata un rito de identificación. Para despertar la memoria dormida de saber quiénes son ellos y de dónde proceden. A la par que es un motivo de cohesión, de orgullo y de autoestima para los vecinos de estos dos pueblos protagonistas de Almarza y San Andrés, que han tenido, además, el gran mérito de mantenerlo vivo, frente a toda inclemencia y desidia, a través de los siglos. Como esa apreciada herencia con valor sentimental que va pasando de padres a hijos. 
      A fin de cuentas, yo soy de los que piensan que siempre hay que vivir el presente, pero sin tampoco dejar de mirar al pasado, a nuestras buenas costumbres y tradiciones, para de esa manera proyectarnos en el futuro. Abriendo así un camino de mejoras en nuestra calidad de vida, marcadas en gran medida por la convivencia, la concordia y la empatía. Y haciendo que de lo afectivo pasemos a lo efectivo. Como elemento de superación y de progreso. 
José María Martínez Laseca
(6 de enero de 2019)

La vida confesada de Vicente Marín

“¿Volver? Vuelva el que tenga, / Tras largos años, tras un largo viaje, / Cansancio del camino y la codicia / De su tierra, su casa, sus amigos, / Del amor que al regreso fiel le espere”. Son versos del poema “Peregrino”, incluido en “Desolación de la quimera” (1962) del poeta Luis Cernuda. Y me vienen que ni pintiparados para comentar “Las buenas y malas noches de Vicente Marín”, que no son otra cosa sino la biografía novelada del mentado, tras confesarse con el escritor paisano Javier Narbaiza. Vivirla para contarla.
       Y cumple este escribano muy bien el encargo de decir al curioso lector -en tan concisa como precisa narrativa, trufada con algún que otro diálogo-, las “fortunas, adversidades, tareas, empeños y amores” de la vida de Vicente Marín, “y todo empezando por el principio”. Así pues, el libro quedará ordenado en 18 capítulos, si bien el montante resulta de sumar 1+16+1. Porque, tanto el capítulo I (de prólogo): “Larga noche encerrado en el ascensor, como el capítulo XVIII (a manera de epílogo): “Días de otoño en Bretún, entre pastillas de colores”, se distinguen en letra cursiva, al remitir a un pasado más inmediato y estar dichos en primera persona. Que todas y cada una de esas 18 partes van convenientemente ilustradas con fotografías que vienen al caso. Y aún se añade un Apéndice final con más fotos, a modo de álbum. 
       De labios del biografiado oí (en la entrega que se le hizo del premio de soriano saludable, el 19 de noviembre de 2018) tildarla de novela erótico-picaresca. Mas no diría yo tanto respecto a la atribución del primero de los géneros, pese a que se nos hable de relaciones sexuales mantenidas tanto con chicas como con chicos, resaltándose, al ser ella considerada “el animal más bello del mundo”, los dos encuentros con Ava Gardner, pues no se entra en pormenores. 
       Sí que noto, por el contrario, similitudes con la novela picaresca inaugurada por “El lazarillo de Tormes” (1554), aunque en los 16 episodios del meollo de su trama el punto de vista no sea autobiográfico. Lo constato, no obstante, en otros cauces formales como son los del espacio y el tiempo. En consecuencia los lugares recorridos por el personaje-sarta marcan un tiempo lineal, itinerante. Vicente Marín, hijo de padres campesinos sigue en su deambular todo un proceso de enseñanza-aprendizaje. Tanto en su internado en seminarios cuanto en el cumplimiento del servicio militar, como, posteriormente, en su pasar por sucesivos amos, asimilando algunos oficios (y sus respectivos vicios).
       A fin de cuentas, para acabar ascendiendo en la escala económica y social al congeniar con un Grande de España: Miguel López Díaz de Tuesta, conde de Atarés y marqués de Perijá. Su gran benefactor, ya que a su muerte le legó su rico patrimonio artístico y documental. Por colofón a su peregrinaje vital, Vicente Marín, cual indiano que ha hecho fortuna, regresará, con 82 años, a la querencia de su tierra y a su casa para quedarse al frente de la fundación que lleva su nombre. Montado a lomos de esa especie de quimera, que supone el pretender resucitar a su casi vaciado pueblo de Bretún, un tanto perdido en las tierras altas de Soria, y en cuyo suelo quedan fosilizadas las huellas de los mastodónticos dinosaurios del jurásico. 
José María Martínez Laseca
(4 de enero de 2019)