Cual si los estuviera
viendo ahora mismo. Están todos ellos juntos. Ahí, quietos. La familia al
completo. Como en un puño. Dispuestos de manera ordenada en el extremo derecho de la larga mesa rectangular de madera maciza,
con su mantel de tela incluido, dispuesta en el salón-comedor de la vivienda
ubicada en la Calle Marqués de Vadillo, nº 8, piso primero, y cuyo balcón se
abría, regalado de luz, casi al centro mismo de la plaza Mariano Granados,
sitio vital de la ciudad de Soria, por donde pasean los transeúntes que se
encaminan hacia el verdor del parque de la Dehesa de San Andrés o Alameda de
Cervantes, que es un jardín botánico. Los veo bien organizados y dispuestos.
Mirando a la cámara que va a congelarlos en una instantánea al disparar su
flash. Tan solo se echa en falta, si acaso, a la Bienvenida, la sirvienta.
Tras el proceso de revelado fotográfico, emergen,
sentados varios de ellos, de izquierda a derecha: el padre, Juan Antonio Gaya
Tovar, médico de profesión por tradición familiar y político de pasión –dadas sus
firmes ideas republicanas–, con inquietudes intelectuales, que está un tanto
distraído ojeando el periódico –tal vez “La Voz de Soria”– que sujeta entre sus
manos, y Benito, y Juan Antonio (este en
segunda fila) y Amparo, mocetones, a continuación. De pie, la madre Gregoria
Nuño Ortega, a la espalda de su marido, y, algo más allá, la hermana de esta,
Vicenta, que fue bien acogida en el hogar, tras el fallecimiento de su hermano
cura, Casto Nuño, capellán del Hospital Provincial, que había muerto el 9 de
diciembre de 1932. Se sitúa detrás de su sobrina, la benjamina de la casa. Los
tres varones, elegantes, lucen chaqueta
oscura y camisa blanca con corbata bien anudada. Y de las tres hembras,
las dos mayores visten de negro luto –pues ambas son católicas y aun beata la
tía–, lo que contrasta con el más claro atavío de Amparito.
La
familia ocupa una buena posición social, no en balde el padre procedía de
antepasados pertenecientes a la burguesía liberal soriana. Se muestran
sonrientes y felices, o al menos lo aparentan en su pose. Esta fotografía fue
tomada concretamente en 1935. Se cumplían, por tanto, 15 años ya de su traslado a la capital desde
Tardelcuende, donde les habían nacido
los tres hijos, tras el matrimonio canónico, efectuado el 29 de enero de 1907 en la iglesia
parroquial de la Purísima Concepción, entre el médico del lugar y la hija más
guapa del secretario de su Ayuntamiento. Fue obligado partir, puesto que el
padre ejercía también el cometido de profesor de Gimnasia del único Instituto
de Enseñanza Secundaria en la provincia.
Atrás
había quedado el tremendo susto ocasionado por el estallido de la dinamita
almacenada en el establecimiento de Claudio Alcalde, sito en la Plaza de Ramón
Benito Aceña o de Herradores, acontecido el martes 25 de julio de 1922,
festividad de Santiago. Toda una catástrofe, pues hubo tres muertos, numerosos
heridos y hasta nueve casas incendiadas. Entre otras, el anterior domicilio
familiar, en el número 15, la casa que antes habitaron, en su paso por Soria,
los hermanos Bécquer y donde, por ser la residencia de su abuela Concepción
Soria, nació la poeta Concha de Marco, la después compañera inseparable de Juan
Antonio. Como consecuencia de ello se quedaron a la intemperie y tuvieron que
alquilar su nuevo alojamiento provisional en una pequeña casa, con dos
miradores, en el nº 2, 1º derecha de la plaza del Vergel. La familia atravesará
entonces serias dificultades económicas.
Pero,
lo peor no había sucedido. Estaba todavía por venir. Y llegó con la sublevación
militar de los facciosos el 18 de julio de 1936 contra el gobierno legítimo de
la II República Española. Ello desencadenó la violencia brutal de la guerra incivil,
por fratricida y sangrienta. Con
numerosas víctimas y afectados, tanto durante su desarrollo, entre 1936-1939,
como en el tiempo de posguerra, dada la represión implacable practicada por
parte de los vencedores contra los vencidos.
Tras
el alzamiento, la alineación del lado del bando rebelde por parte de la
provincia de Soria se produjo de inmediato. En su suelo no hubo ningún frente
de guerra. Los requetés de la columna Mola entraron en la capital el 21 de
julio, sin encontrar la menor resistencia. Y el doctor Juan Antonio Gaya Tovar
se encontraría entre los primeros en ser encarcelados. Pese a su reconocido
carácter bondadoso. Pero era un destacado dirigente del Partido Republicano
Radical Socialista Soriano, que, tras su escisión y disolución, se vería encuadrado en la Izquierda Republicana del
presidente Manuel Azaña. No hubo contemplaciones. Sin juicio previo, fue
fusilado por un pelotón de camisas azueles junto a las tapias del cementerio
del Espino en la madrugada del 17 de agosto de 1936. Eso, pese a llevar en el
bolsillo una resolución de la autoridad judicial militar de Zaragoza, con fecha
de 2 de agosto, en la que se le declaraba inocente de todo delito. Aconteció el
mismo amanecer en que cayó vilmente asesinado el poeta Federico García Lorca en
Granada, en su Granada. Por esos días
Juan Antonio se encontraba realizando unos cursillos de formación del
profesorado en Madrid.
Empero,
se me había pedido que hablara de los hermanos Benito y Amparo Gaya Nuño,
puesto que de Juan Antonio, el mediano, ya he dado sobrada referencia aquí en
otras ocasiones. Así que –aunque el filósofo Ortega dijera lo de “yo soy yo y
mis circunstancias”– no continuaré yéndome por esas ramas familiares y entraré,
de inmediato, en harina sobre la cuestión que nos ocupa. No para hacer ninguna
biografía al uso, sino para esbozar una semblanza de estas dos personas con
unas cuantas pinceladas de rápido trazo.
José María Martínez Laseca
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