Continúa
aquí la segunda entrega del poemario de la poeta soriana Concha de
Marco, con el que afrontó la enfermedad y muerte de su amado
compañero Juan Antonio Gaya Nuño. Ella sola, a su lado, en mitad de la noche,
mientras él agoniza. Y en nuestro afán por darle contexto aportamos esta
fotografía fechada en agosto de 1975 y situada en el jardín de un mesón de
Santillana del Mar (Santander). De izquierda a derecha aparecen Concha de
Marco, Julián Gállego y Juan Antonio Gaya Nuño. Este, como nos recordaba Concha
de Marco: “…tiene la tristeza de la persona que sabe que va a morir pronto”. La
fotografía, esa otra categoría de arte, nos constata así, en su instantánea,
una realidad inmediata.
………………..
“Prohibido permitirme el menor despilfarro emocional, he de velar sobre la gran
muralla y morir en un lejano otoño, cuando quemen rastrojos. Valoro mi vejez,
que ya se configura en el espejo, con todo el esplendor de mundos interiores.
Quien piense lo contrario, que tire la primera piedra.
Qué le pasó a ese álamo, en la otra orilla de San Juan de Duero, qué le pasó a
ese álamo, enhiesto todavía, pero desnudo de hojas en el pleno verano. El río
mansamente entre los juncos pasa y refleja su osamenta gris, las algas
fluctuando su ahogada caballera en la corriente. Álamo seco de San Juan de
Duero, álamo mudo entre el bullicio de sus compañeros, ya no escuchará más la
canción de su viento llevada por los pájaros.
En cuanto a mí, secreta
en mi silencio, doy los buenos días, sonrío, me burlo de la unidad estilística
y pienso que lo peor he de sufrirlo sola. Y la mente se obstina en los detalles
que forman la cultura de un poeta, para huir de la locura, en este enfrentamiento
con la muerte, la más austera de las realidades.
Ay del pescador en
la galerna por más que el bienestar le aguarde en casa, y al errante holandés
siempre en el mar, las aguas penetraron hasta el alma. Si tan solo pudiera
desde lejos oír o recordar mi música insolvente. Tengo que concentrarme, debo
hallar la mínima ilación de pensamiento, debo pensar en qué voy a pensar. Sólo
residuos de recuerdos, imágenes inertes van bruñendo los bordes del hastío, un
vacilante viento que sopla en los adentros donde caducos cántaros capturan el
caudal de mí sustancia, dejando abandonada la vaina corroída de mi naturaleza.
Superfluos sentidos, ciegas formas, dócil planta del pie ya casi inerte para
andar los caminos que se ofrecían varios.
Y yo respirándole
boca a boca dormido; se me va, se me va yendo lentamente, cada vez es más
triste su mirada, no sé si estoy viviendo un mal sueño.
Quién es aquel hombre
que viene de lejos, su oscura silueta contra el horizonte, quién es aquel hombre.
Nevando, nevando está en el castillo, sobre el río, en un árbol escondido canta
un pájaro, mirándome suplicante un perro pasa, pobre, viejo, feo y gris,
nevando, quién es aquel hombre. En la rama de una acacia, junto a la última
hoja seca del verano un botón de primavera, abajo el río se riza. Quién es
aquel hombre que viene hacia mí, quién es aquel hombre.
Y
cómo duele todo lo existido, la luz ociosa, la crueldad del triste, los ecos
rotos sobre las ventanas. Abandonó ciudades de la niñez, el frescor vegetal de
la fuente que nunca existió, el canto arrogante y resuelto, las olas dibujando
contornos aurorales. Consagrada identidad entera cuánto cuestas; sumerge a lo
que interroga un fantasma severo, polvo y tierra del hombre, polvo húmedo,
orígenes, sucesos, sustancias primordiales, algo vaciado en fraguas ocultas de
la entraña, inhóspitas constelaciones, delfines prisioneros en la redoma
estrecha, cuánto andrajo de seda, cuánta herrumbre de oro, cuánta nota
deshecha, descompuesta en amargos sonidos triturados, excavadoras de ruinas,
minas a cielo abierto de ceniza, montes sobre catedrales y palacios, nuevos y
dolorosos nacimientos a la muerte, con placentas inscritas en matrices
difuntas.
Déjame respirar hondamente, hondamente, el perfume de tu cabellera, y hundir en
ella mi infortunio, mis vicios de honestidad en mundo corrompido. Es necesario
resistir aún más, hasta que en los estantes no quden libros, ni un solo cuadro,
ni pueda escucharse música, ni haya caudal preciso para alimentar pájaros,
mientras algunas veces, a la hora del periódico me seguirás diciendo: lo
peor no lo hemos visto todavía.
Señor fiscal: El motivo de mi vivir es ser mi propia y exclusiva fatiga, la
condena señalada como levadura del espíritu, la miserable y áspera materia que
fermenta a lo largo de mis horas, el dilatado hastío fulgurantemente roto (en
ocasiones infrecuentes). Imágenes caducas laten aún en el huésped de mi cuerpo,
como hojas de un álbum donde anotamos algo, un teléfono, una dirección que
nunca vuelven a mirarse. Cansancio de mí misma, desaliento absoluto con nombre
de mujer, amargo encuentro del espacio y del tiempo, ecuación que jamás podré
solucionar con racionales métodos, acaso él sí, en su campo de exterminio, como
el que estuviera despidiendo de mí, y me valora lenta, pausada,
definitivamente.
He de pintar de blanco el techo ennegrecido para el regreso a casa, amor mío,
toda la tarde pensando en tí, no lo niegues. He guardado en el desván los
abrigos del invierno, las botas de lluvia, la bufanda encarnada, qué dolor
inservible.
La ropa se ha quedado ancha, en Polonia, en Hungría, en
Alemania, en Rusia, hasta el transiberiano horadando la nieve, bien estibada
raíz de sliwovitza, ráfagas de tus muslos de uniforme, mi mono azul pasado está
de moda, cuando en el capitol la rebelión a bordo y ginger rogers entusiasmada
de sus falsos clientes, el antepecho del balcón quebrado por la metralla. En el
acuárium un teniente de carabineros revolaba su capa al son de salomé con
palmas, salomé maría salomé, a los piés de un limonero florecido veinte años
que jamás olvidaré.
Aunque la mariposa apolo, cleopatra de las ruinas trate de su debida
apropiación, sus colores azules de cobalto candente, dirías que es del trópico
el respirar frondoso, dirías que el deseo vuela inestable de una fuente a otra,
dirías que es el juego trágico de contar los segundos de sesenta y tres años
hasta mudar el cuerpo en un segundo inmenso de eternidad enigmática, de
integral en las fórmulas fragmentarias del tiempo.
Quién será ese
viajero pensativo que en la gran sala del aeropuerto mira hacia el frente a
través de las encristaladas puertas donde se arremolinan los presagios. De
vez en cuando pasa su mano por el pelo blanco, enciende un cigarrillo
lentamente, lo deja consumir entre los dedos o lo lleva a sus labios. ¿Se
marcha acaso para no volver? No tiene prisa, medita sus enigmas, ni siquiera
atiende las instrucciones de los altavoces. ¿Calcula sobre lo imposible? ¿Con las
sombras de fuera o las de dentro? ¿O es que regresa a su patria? ¿Pero es que
tiene una patria? ¡Quién lo diría! Su lengua ya no sabe formular los términos
que fueran mensajes del peligro, la mano es de patética ternura, cual si el
alma de un niño la moviera. Voces indiferentes desde el techo anuncian
procedencias o destinos, mira el reloj, las cinco y media, presiente los
minutos peligrosos, vuelve a mirar, las seis, vuelve a advertir que hay
traidoras constelaciones al otro lado del mapa, y ya prefiere un país
donde las cosas no tengan nombre y el viento cambie diez veces de rumbo a
lo largo de unos minutos”.
José María Martínez Laseca
José María Martínez Laseca
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