jueves, 17 de agosto de 2017

Concha de Marco: Cantos del compañero muerto (2)

 Continúa aquí la segunda entrega del poemario de la poeta soriana Concha de Marco,    con el que afrontó la enfermedad y muerte de su amado compañero Juan Antonio Gaya Nuño. Ella sola, a su lado, en mitad de la noche, mientras él agoniza. Y en nuestro afán por darle contexto aportamos esta fotografía fechada en agosto de 1975 y situada en el jardín de un mesón de Santillana del Mar (Santander). De izquierda a derecha aparecen Concha de Marco, Julián Gállego y Juan Antonio Gaya Nuño. Este, como nos recordaba Concha de Marco: “…tiene la tristeza de la persona que sabe que va a morir pronto”. La fotografía, esa otra categoría de arte, nos constata así, en su instantánea, una realidad inmediata.

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            “Prohibido permitirme el menor despilfarro emocional, he de velar sobre la gran muralla y morir en un lejano otoño, cuando quemen rastrojos. Valoro mi vejez, que ya se configura en el espejo, con todo el esplendor de mundos interiores. Quien piense lo contrario, que tire la primera piedra.

            Qué le pasó a ese álamo, en la otra orilla de San Juan de Duero, qué le pasó a ese álamo, enhiesto todavía, pero desnudo de hojas en el pleno verano. El río mansamente entre los juncos pasa y refleja su osamenta gris, las algas fluctuando su ahogada caballera en la corriente. Álamo seco de San Juan de Duero, álamo mudo entre el bullicio de sus compañeros, ya no escuchará más la canción de su viento llevada por los pájaros.

          En cuanto a mí, secreta en mi silencio, doy los buenos días, sonrío, me burlo de la unidad estilística y pienso que lo peor he de sufrirlo sola. Y la mente se obstina en los detalles que forman la cultura de un poeta, para huir de la locura, en este enfrentamiento con la muerte, la más austera de las reali­dades.

           Ay del pescador en la galerna por más que el bienestar le aguarde en casa, y al errante holandés siempre en el mar, las aguas penetraron hasta el alma. Si tan solo pudiera desde lejos oír o recordar mi música insolvente. Tengo que concentrarme, debo hallar la mínima ilación de pensamiento, debo pensar en qué voy a pensar. Sólo residuos de recuerdos, imágenes inertes van bruñendo los bordes del hastío, un vacilante viento que sopla en los adentros donde caducos cántaros capturan el caudal de mí sustancia, dejando abandonada la vaina corroída de mi naturaleza. Superfluos sentidos, ciegas formas, dócil planta del pie ya casi inerte para andar los caminos que se ofrecían varios.

           Y yo respirándole boca a boca dormido; se me va, se me va yendo lentamente, cada vez es más triste su mirada, no sé si estoy viviendo un mal sueño.

          Quién es aquel hombre que viene de lejos, su oscura silueta contra el horizonte, quién es aquel hombre. Nevando, nevando está en el castillo, sobre el río, en un árbol escondido canta un pájaro, mirándome suplicante un perro pasa, pobre, viejo, feo y gris, nevando, quién es aquel hombre. En la rama de una acacia, junto a la última hoja seca del verano un botón de primavera, abajo el río se riza. Quién es aquel hombre que viene hacia mí, quién es aquel hombre.

           Y cómo duele todo lo existido, la luz ociosa, la crueldad del triste, los ecos rotos sobre las ventanas. Abandonó ciuda­des de la niñez, el frescor vegetal de la fuente que nunca exis­tió, el canto arrogante y resuelto, las olas dibujando contornos aurorales. Consagrada identidad entera cuánto cuestas; sumerge a lo que interroga un fantasma severo, polvo y tierra del hombre, polvo húmedo, orígenes, sucesos, sustancias primordiales, algo vaciado en fraguas ocultas de la entraña, inhóspitas constelaciones, delfines prisioneros en la redoma estrecha, cuánto andrajo de seda, cuánta herrumbre de oro, cuánta nota deshecha, descom­puesta en amargos sonidos triturados, excavadoras de ruinas, minas a cielo abierto de ceniza, montes sobre catedrales y palacios, nuevos y dolorosos nacimientos a la muerte, con placentas inscritas en matrices difuntas.

            Déjame respirar hondamente, hondamente, el perfume de tu cabellera, y hundir en ella mi infortunio, mis vicios de honesti­dad en mundo corrompido. Es necesario resistir aún más, hasta que en los estantes no quden libros, ni un solo cuadro, ni pueda escucharse música, ni haya caudal preciso para alimentar pájaros, mientras algunas veces, a la hora del periódico me seguirás diciendo:  lo peor no lo hemos visto todavía.

            Señor fiscal: El motivo de mi vivir es ser mi propia y exclusiva fatiga, la condena señalada como levadura del espíritu, la miserable y áspera materia que fermenta a lo largo de mis horas, el dilatado hastío fulgurantemente roto (en ocasiones infrecuentes). Imágenes caducas laten aún en el huésped de mi cuerpo, como hojas de un álbum donde anotamos algo, un teléfono, una dirección que nunca vuelven a mirarse. Cansancio de mí misma, desaliento absoluto con nombre de mujer, amargo encuentro del espacio y del tiempo, ecuación que jamás podré solucionar con racionales métodos, acaso él sí, en su campo de exterminio, como el que estuviera despidiendo de mí, y me valora lenta, pausada, definitivamente.

            He de pintar de blanco el techo ennegrecido para el regreso a casa, amor mío, toda la tarde pensando en tí, no lo niegues. He guardado en el desván los abrigos del invierno, las botas de lluvia, la bufanda encarnada, qué dolor inservible.
La ropa se ha quedado ancha, en Polonia, en Hungría, en Alemania, en Rusia, hasta el transiberiano horadando la nieve, bien estibada raíz de sliwovitza, ráfagas de tus muslos de uniforme, mi mono azul pasado está de moda, cuando en el capitol la rebelión a bordo y ginger rogers entusiasmada de sus falsos clientes, el antepecho del balcón quebrado por la metralla. En el acuárium un teniente de carabineros revolaba su capa al son de salomé con palmas, salomé maría salomé, a los piés de un limonero flo­recido veinte años que jamás olvidaré.

            Aunque la mariposa apolo, cleopatra de las ruinas trate de su debida apropiación, sus colores azules de cobalto candente, dirías que es del trópico el respirar frondoso, dirías que el deseo vuela inestable de una fuente a otra, dirías que es el juego trágico de contar los segundos de sesenta y tres años hasta mudar el cuerpo en un segundo inmenso de eternidad enig­mática, de integral en las fórmulas fragmentarias del tiempo.

            Quién será ese viajero pensativo que en la gran sala del aeropuerto mira hacia el frente a través de las encristaladas puertas donde se arremolinan los presagios. De vez en cuando pasa su mano por el pelo blanco, enciende un cigarrillo lentamente, lo deja consumir entre los dedos o lo lleva a sus labios. ¿Se marcha acaso para no volver? No tiene prisa, medita sus enigmas, ni siquiera atiende las instrucciones de los alta­voces. ¿Calcula sobre lo imposible? ¿Con las sombras de fue­ra o las de dentro? ¿O es que regresa a su patria? ¿Pero es que tiene una patria? ¡Quién lo diría! Su lengua ya no sabe formular los términos que fueran mensajes del peligro, la mano es de patética ternura, cual si el alma de un niño la moviera. Voces indiferentes desde el techo anuncian procedencias o destinos, mira el reloj, las cinco y media, presiente los minutos peligrosos, vuelve a mirar, las seis, vuelve a advertir que hay traidoras constelaciones al otro lado del mapa, y ya prefiere un país donde las cosas no tengan nombre y el viento cambie diez veces de rumbo a lo largo de unos minutos”.

José María Martínez Laseca

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