Con esta tercera
entrega, concluye la publicación del hermoso poemario: “Cantos del compañero
muerto”. Un duelo desgarrador, impregnado de delicada ternura al mismo tiempo.
Fue creado por la poeta soriana Concha de Marco para asumir la desagregación de
su esposo Juan Antonio Gaya Nuño. Y damos en ilustrarlo con el significativo
cuadro: “Retrato de Juan Antonio Gaya Nuño y Concha de Marco”, de Hipólito
Hidalgo de Caviedes y Gómez en el que ambos aparecen juntos ya para siempre, pese a que
esta muerte pretendiera separarlos.
Precisamente, el pintor acabó su obra en 1976, unos días antes del óbito de
Juan Antonio Gaya Nuño.
………………..
“Cuando yo entre en la casa y la encuentre vacía, cuando vea la huella que
dejaron tus manos, cuando vuelva a encontrar tus papales en orden, y esas
letras pequeñas, esos números en una cartulina, el último paquete de tabaco con
cuatro cigarrillos, cuando intente escribir en tu máquina vieja que solo
obedecía a tus manos de niño, cuando callen los pájaros porque tú te marchaste
y yo nunca más vuelva a planchar tus camisas, doblar tu ropa limpia, y el lecho
nuestro sea un enorme desierto para mi solo cuerpo en las noches de invierno,
cuando golpee la lluvia cayendo sobre el techo, cuando ya nunca vuelva a comer
con manteles en la mesa redonda donde tú y yo lo hacíamos, y sea en la cocina
con un plato cualquiera ante los azulejos amarillos, cuando vea el fantasma de
tu cuerpo perdido alejarse en silencio por una calle última y no beses la mano
que en sueños te acaricia.
Arena, arena y agua, cera de abeja, ceño de guía de la flecha, cerbatana, bajo
las lenguas del curare se abre la flor secreta de las lágrimas, Y al recuerdo
me vienen en retirada mísera y oblicua cualquiera de tus viajes a la pálida
franja del amanecer que iluminaba la alcoba, reluce la camisa blanca sobre tu
espalda mientras frente al espejo anudas la corbata, finas arrugas forman tus
movimientos en la tela sobre los músculos perfectos de tus hombros, la
ropa de la cama revuelta y aún tibia con el calor de un sueño, calzas los
zapatos, vistes la chaqueta, abres la nevera para tomarte un vaso de leche. Te
inclinas a mí, me besas, ríes por la fuerza de mi abrazo, mi boca recorre tus
mejillas frescas del afeitado. Ya habías cerrado la puerta, cómo podría vivir
beata tu regreso, comenzaba a arrastrarse el tiempo lento, informe, de tu
ausencia, persiguiendo la huella que dejaron tus ademanes en el espacio. Y
ahora, en este viaje sin regreso, cómo podré vivir.
Señor, por qué nos has abandonado con sus múltiples nombres de pájaro cautivo.
Apago mis lágrimas a golpes y parto en dos mi rencor contra el rufián vestido
de oro, como una levadura para el día de mañana. Guardo el segundo con su
despreciativo y atributo máximo, en mi huelga de hambre y circunstancia,
triturando orgullosa los acerados vidrios de trece mil doscientos días de
castigo.
Anoche soñé contigo y tenía una isla en la mano, era tu cuerpo hermoso como una
fortaleza, terciopelo color de oscura miel, musgo tus caricias en torno de mis
ojos, y yo quise aferrarme a tu playa desnuda caminando a la aurora por su
orilla y solo era la huella de tus dedos armoniosa y fugaz sobre mi cara.
Una espada blandida sobre el mapa de Europa, la fundición del bronce en las
lenguas del cándalo. ¿Me vienes a buscar para la guerra? Está mi yelmo roto y
mi lanza oxidada. Luego, que me entierren vestida y con todas mis armas,
walkyria de esperanzas apagadas, ruina aislada no soy en el anónimo de un ordenado
mundo, la pequeña porción de un inmenso desastre, de un error increíble.
Señor testigo, deje vuestra merced recordarle de nuevo las condiciones previas
del entorno, pasto de los sentidos en su laboratorio. Se puede perseguir el
pulso de las venas bajo la piel delgada y transpirable, las múltiples
fragancias del jazmín y la rosa, en corredor de sombra el paso de las ratas,
tan viciosas del hambre primitiva, la desorientación que no recuerda el nombre
del toque de silencio donde el habla no existe, la muda lengua quieta y
prisionera en el anfiteatro de los dientes, las uñas con tozudez de arranque,
qué diligencia de armamento inútil.
Crece, crece la hierba entre silencios cautos, las calles se convierten en
desiertos furiosos, y aquí mi compañero en su exacto reflejo, indescifrable
mundo que se escapa y a quien sería un lujo tratar de convencer. Hubo tiempo
sobrado para delimitar con tu él la soledad.
Españolito que viniste a mis brazos, yo te guardaré, mi amante corazón será tu
españa, mi humilde mano siempre fue tu patria. Acunado en mi pecho como un niño
perdido al pie de tanto esfuerzo. Españolito del alma, yo te cerraré los ojos,
yo te cruzaré las manos sobre el pecho, yo velaré tu cadáver hasta el fuego.
Señores del jurado: Con toda la energía acumulada en una voluntad, a nadie le
propongo que reciba la visión inclemente de mis ojos, morirá más tranquilo si
sigue siendo ciego. Lego mi corazón a quien lo quiera, estrujará su tiempo, se
beberá otra sangre, más le vale sufrir que morir tanto por sostener la cláusula
secreta del destino, el fragmento de Dios que aquí me está muriendo, esta
defoliación de biologías desde el origen hasta el momento en que mi mano
desarmada escribe ante las gentes que penetran y huyen latiéndome vivencias,
hechos sobrecogidos en su última célula, que quieren respirarme nuevamente,
angustiarme las vísceras, renacerme y morir al hierro y a la hoguera.
Amor mío del sedante que no produce efecto, amor mío de la noche en vela, amor
mío que acaricia mis rodillas, amor mío quieres que te lea algo, amor mío solo
quiero que estés aquí, amor mío pongo algo de música, amor mío solo soy un
costal de dolor, amor mío de la cama deshecha y rehecha mil veces, amor mío voy
a levantarme, amor mío solo son las cinco, amor mío qué pronto amanece, amor
mío estoy muy cansado, amor mío de la triste sonrisa, amor mío de la vacilante
mano, amor mío del último beso, amor mío reducido a su propio esqueleto, amor
mío cuánto ha crecido en tres días, amor mío hasta que la muerte nos separe.
Y solo para eso apartó sus entrañas, hizo un hueco que había de ser ajeno en la
profunda intimidad del vientre, fue fabricado el rayo de su certera mirada,
dispuesta a contemplar ciudades caudalosas, rembrandts de oro, altísimos
vermeers, bosques de pinos arrogantes, crepúsculos cautivos tras de una noble
ruina, risas y voluptuosidades en tumulto y el ritmo de la historia adherido a
sus pulsos.
Y en medio de la noche me pregunto si podré resistir este calvario, este irse
consumiendo. Acostada en el suelo me incorporo para escuchar los golpes de su
angustiado corazón. Aunque yo esté a su lado, ha de enfrentarse solo con su propia
agonía.
Y fundirás mis manos con tu última sangre, ambos oscuros signos de los tan
incontables personajes trágicos, las sábanas manchadas de la alcoba mortal,
ante las cosas mudas, consternadas, soportando el final, solo fulgor y llama
que se extinguen, los labios sin palabras, la mano que persigue visiones
fluctuantes, atónitas, o frecuenta la forma de mis labios, que se le escapan
como un árbol liquido.
Aquí está él, mi soberbio alazán que se partió los remos y hubo que rematarlo
con un tiro, triunfador, gigantesco, inalcanzable, durante treinta y siete años
aplazada su muerte de campo de exterminio, la desintegración exacta en celda de
castigo, después de haber cargado sobre sí fuerzas extrañas, circunscripciones
interiores, culpas equinocciales de toda dinastía, históricos combates, armadas
invencibles y reinas destronadas. Avanza y se detiene en la memoria el tiro por
la espalda o la descarga del amanecer, y en su puesto encontraron los
guardianes mil pájaros de oro, mil palomas que salieron volando a la infinita
libertad del alma, al último contacto con el mundo, la cárcel rota v la
prisión burlada”.
José María Martínez Laseca
José María Martínez Laseca
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