jueves, 17 de agosto de 2017

Concha de Marco: Cantos del caompañero muerto (y 3)

Con esta tercera entrega, concluye la publicación del hermoso poemario: “Cantos del compañero muerto”. Un duelo desgarrador, impregnado de delicada ternura al mismo tiempo. Fue creado por la poeta soriana Concha de Marco para asumir la desagregación de su esposo Juan Antonio Gaya Nuño. Y damos en ilustrarlo con el significativo cuadro: “Retrato de Juan Antonio Gaya Nuño y Concha de Marco”, de Hipólito Hidalgo de Caviedes y Gómez en el que ambos aparecen juntos ya para siempre, pese a que esta muerte  pretendiera separarlos. Precisamente, el pintor acabó su obra en 1976, unos días antes del óbito de Juan Antonio Gaya Nuño.

………………..

            “Cuando yo entre en la casa y la encuentre vacía, cuan­do vea la huella que dejaron tus manos, cuando vuelva a encon­trar tus papales en orden, y esas letras pequeñas, esos números en una cartulina, el último paquete de tabaco con cuatro ciga­rrillos, cuando intente escribir en tu máquina vieja que solo obedecía a tus manos de niño, cuando callen los pájaros porque tú te marchaste y yo nunca más vuelva a planchar tus camisas, doblar tu ropa limpia, y el lecho nuestro sea un enorme desierto para mi solo cuerpo en las noches de invierno, cuando golpee la lluvia cayendo sobre el techo, cuando ya nunca vuelva a comer con manteles en la mesa redonda donde tú y yo lo hacíamos, y sea en la cocina con un plato cualquiera ante los azulejos ama­rillos, cuando vea el fantasma de tu cuerpo perdido alejarse en silencio por una calle última y no beses la mano que en sueños te acaricia.

            Arena, arena y agua, cera de abeja, ceño de guía de la flecha, cerbatana, bajo las lenguas del curare se abre la flor secreta de las lágrimas, Y al recuerdo me vienen en retirada mísera y oblicua cualquiera de tus viajes a la pálida franja del amanecer que iluminaba la alcoba, reluce la camisa blanca sobre tu espalda mientras frente al espejo anudas la corbata, finas arrugas forman tus movimientos en la tela sobre los mús­culos  perfectos de tus hombros, la ropa de la cama revuelta y aún tibia con el calor de un sueño, calzas los zapatos, vistes la chaqueta, abres la nevera para tomarte un vaso de leche. Te inclinas a mí, me besas, ríes por la fuerza de mi abrazo, mi boca recorre tus mejillas frescas del afeitado. Ya habías cerrado la puerta, cómo podría vivir beata tu regreso, comenzaba a arras­trarse el tiempo lento, informe, de tu ausencia, persiguiendo la huella que dejaron tus ademanes en el espacio. Y ahora, en este viaje sin regreso, cómo podré vivir.

            Señor, por qué nos has abandonado con sus múltiples nombres de pájaro cautivo. Apago mis lágrimas a golpes y parto en dos mi rencor contra el rufián vestido de oro, como una le­vadura para el día de mañana. Guardo el segundo con su despre­ciativo y atributo máximo, en mi huelga de hambre y circunstan­cia, triturando orgullosa los acerados vidrios de trece mil doscientos días de castigo.

            Anoche soñé contigo y tenía una isla en la mano, era tu cuerpo hermoso como una fortaleza, terciopelo color de oscura miel, musgo tus caricias en torno de mis ojos, y yo quise aferrarme a tu playa desnuda caminando a la aurora por su orilla y solo era la huella de tus dedos armoniosa y fugaz sobre mi cara.

            Una espada blandida sobre el mapa de Europa, la fundi­ción del bronce en las lenguas del cándalo. ¿Me vienes a buscar para la guerra? Está mi yelmo roto y mi lanza oxidada. Luego, que me entierren vestida y con todas mis armas, walkyria de esperanzas apagadas, ruina aislada no soy en el anónimo de un orde­nado mundo, la pequeña porción de un inmenso desastre, de un error increíble.

            Señor testigo, deje vuestra merced recordarle de nuevo las condiciones previas del entorno, pasto de los sentidos en su laboratorio. Se puede perseguir el pulso de las venas bajo la piel delgada y transpirable, las múltiples fragancias del jazmín y la rosa, en corredor de sombra el paso de las ratas, tan viciosas del hambre primitiva, la desorientación que no recuerda el nombre del toque de silencio donde el habla no existe, la muda lengua quieta y prisionera en el anfiteatro de los dientes, las uñas con tozudez de arranque, qué diligencia de armamento inútil.

            Crece, crece la hierba entre silencios cautos, las calles se convierten en desiertos furiosos, y aquí mi compañero en su exacto reflejo, indescifrable mundo que se escapa y a quien sería un lujo tratar de convencer. Hubo tiempo sobrado para deli­mitar con tu él la soledad.

            Españolito que viniste a mis brazos, yo te guardaré, mi amante corazón será tu españa, mi humilde mano siempre fue tu patria. Acunado en mi pecho como un niño perdido al pie de tanto esfuerzo. Españolito del alma, yo te cerraré los ojos, yo te cruzaré las manos sobre el pecho, yo velaré tu cadáver hasta el fuego.

            Señores del jurado: Con toda la energía acumulada en una voluntad, a nadie le propongo que reciba la visión inclemente de mis ojos, morirá más tranquilo si sigue siendo ciego. Lego mi corazón a quien lo quiera, estrujará su tiempo, se beberá otra sangre, más le vale sufrir que morir tanto por sostener la cláusula secreta del destino, el fragmento de Dios que aquí me está muriendo, esta defoliación de biologías desde el origen hasta el momento en que mi mano desarmada escribe ante las gentes que penetran y huyen latiéndome vivencias, hechos sobrecogidos en su última célula, que quieren respirarme nuevamente, angustiarme las vísceras, renacerme y morir al hierro y a la hoguera.

            Amor mío del sedante que no produce efecto, amor mío de la noche en vela, amor mío que acaricia mis rodillas, amor mío quieres que te lea algo, amor mío solo quiero que estés aquí, amor mío pongo algo de música, amor mío solo soy un costal de dolor, amor mío de la cama deshecha y rehecha mil veces, amor mío voy a levantarme, amor mío solo son las cinco, amor mío qué pronto amanece, amor mío estoy muy cansado, amor mío de la triste sonrisa, amor mío de la vacilante mano, amor mío del último beso, amor mío reducido a su propio esqueleto, amor mío cuánto ha crecido en tres días, amor mío hasta que la muerte nos separe.

            Y solo para eso apartó sus entrañas, hizo un hueco que había de ser ajeno en la profunda intimidad del vientre, fue fabricado el rayo de su certera mirada, dispuesta a contemplar ciudades caudalosas, rembrandts de oro, altísimos vermeers, bosques de pinos arrogantes, crepúsculos cautivos tras de una noble ruina, risas y voluptuosidades en tumulto y el ritmo de la his­toria adherido a sus pulsos.

            Y en medio de la noche me pregunto si podré resistir este calvario, este irse consumiendo. Acostada en el suelo me incorporo para escuchar los golpes de su angustiado corazón. Aunque yo esté a su lado, ha de enfrentarse solo con su propia agonía.

            Y fundirás mis manos con tu última sangre, ambos oscuros signos de los tan incontables personajes trágicos, las sábanas manchadas de la alcoba mortal, ante las cosas mudas, consternadas, soportando el final, solo fulgor y llama que se extinguen, los labios sin palabras, la mano que persigue visiones fluctuantes, atónitas, o frecuenta la forma de mis labios, que se le escapan como un árbol liquido.

            Aquí está él, mi soberbio alazán que se partió los remos y hubo que rematarlo con un tiro, triunfador, gigantesco, inalcanzable, durante treinta y siete años aplazada su muerte de campo de exterminio, la desintegración exacta en celda de castigo, después de haber cargado sobre sí fuerzas extrañas, circunscripciones interiores, culpas equinocciales de toda dinastía, históricos combates, armadas invencibles y reinas destronadas. Avanza y se detiene en la memoria el tiro por la espalda o la descarga del amanecer, y en su puesto encontraron los guardianes mil pájaros de oro, mil palomas que salieron volando a la infinita libertad del alma, al último contacto con el mundo, la cárcel rota v la prisión burlada”.

José María Martínez Laseca







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