jueves, 29 de marzo de 2018

De las maestras republicanas de por aquí (1)


Reciente la exitosa celebración del Día Internacional de la Mujer en pos de la igualdad entre personas de uno y otro sexo, nos adentramos en este sugestivo asunto. La Segunda República Española del 14 de abril de 1931 estableció un momento excepcional en nuestra historia educativa. Ello, porque el Gobierno  republicano era consciente de la importancia de la educación para la consolidación de la democracia. A tan noble fin contribuyeron aquellas maestras con necesidad de enseñar. Y queremos que este artículo, en dos entregas, sirva de recuerdo y de homenaje a quienes han tenido –por su mera condición de mujeres– que remar contracorriente para seguir estando ahí, a pie de obra como docentes. Defendiendo el derecho a una mejor educación pública de todos y para todos.
            Introducción
            Hace ya cierto tiempo, leí, en la contraportada de un periódico nacional, que la maestra palestina Hanan ad Hroub, ganadora del llamado Nobel de la Enseñanza, y que educaba sobre la no violencia, declaraba: “Podemos cambiar el mundo, debemos enseñar a nuestros niños que las únicas armas deben ser el conocimiento y la educación”.
            Y me acordé, cómo no iba a hacerlo, de lo que aquí, precisamente aquí, en el mismo Instituto que lleva el nombre de nuestro gran poeta, el día 1 de octubre, en la inauguración del curso académico 1910/1911, en el Homenaje al sacerdote krausista Antonio Pérez de la Mata, Antonio Machado les dijo a los alumnos presentes: “En vuestros combates no empleéis sino las armas de la ciencia, que son las más fuertes, las armas de la cultura, que son las armas del amor.”
            Machado reclamó entonces “cultura y trabajo”. Lo que antes su maestro de la Institución Libre de Enseñanza, Joaquín Costa, había llamado “escuela y despensa”. Inconformistas ambos, con la realidad que les tocó vivir, buscaron una reforma moral de España basada en la educación.
            ¡Viva la República!
            El 14 de abril de 1931, la España que el día anterior se había acostado monárquica, se levantó republicana. Era la II República, a la que muchos asociaron con la primavera. Porque traía una enorme carga de ilusiones. Traía la esperanza de una profunda renovación de la vida española. Y una de sus palancas principales fue la educación. Entonces el 30% de la población española era analfabeta y había un millón de niños sin escolarizar. Así que, el nuevo ministro de Instrucción Pública Marcelino Domingo y su sucesor Fernando de los Ríos pusieron en marcha una ambiciosa reforma educativa. Tal se advierte en el artículo 48 de la Constitución del 9 de diciembre de 1931, que dice literalmente:
            “El servicio de la cultura es atribución esencial del Estado, y lo prestará mediante instituciones educativas enlazadas por el sistema de la escuela unificada.
            La enseñanza primaria será gratuita y obligatoria.
            Los maestros, profesores y catedráticos de la enseñanza oficial son funcionarios públicos. La libertad de cátedra queda reconocida y garantizada.
            La República legislará en el sentido de facilitar a los españoles económicamente necesitados el acceso a todos los grados de enseñanza, a fin de que no se halle condicionado más que por la aptitud y la vocación.
            La enseñanza será laica, hará del trabajo el eje de su actividad metodológica y se inspirará en ideales de solidaridad humana.
            Se reconoce a las Iglesias el derecho, sujeto a inspección del Estado, de enseñar sus respectivas doctrinas en sus propios establecimientos.”
                        Escuelas, maestros, inspectores de primera enseñanza
                        La escuela pública debía ser diferente, no podía inhibirse en una santa neutralidad frente a los problemas de la sociedad española, sino que, por el contrario, debía interrogarse acerca de su futuro. La política educativa emprendida no se va a limitar a los planteamientos de la Institución Libre de Enseñanza expuestos por Bartolomé Cossío, sumaba también los de la escuela única socialista y las corrientes pedagógicas más innovadoras. La escuela laica y republicana debía ser un arma para la revolución social, pero siempre dentro de la perspectiva de respeto a la conciencia del niño.
            Se acometió una política de construcción de escuelas; se dignificó el estatus del maestro, mediante una mejor formación, subida de sueldos e incremento de plantillas; se definió el cometido de la inspección de la Enseñanza Primaria; se actualizó el Museo Pedagógico y se incentivaron las Semanas Pedagógicas. Incluso se crearon las Misiones Pedagógicas para llevar la cultura hasta las aldeas más perdidas, rebasando las lindes de la educación formal.
            Hablo de Soria. En la reunión del Centro de Colaboración de Rioseco, el 1 de diciembre de 1934, se señalan por mujeres enseñantes los tres elementos fundamentales para una acertada labor educativa. Son: el Maestro, la Escuela y el Camino que se debe seguir.
            Así, entre las condiciones que debe reunir un buen educador para cumplir debidamente su cometido están “la moralidad”, toda vez que en los pueblos rurales han de ser el blanco constante de los niños, y “la vocación” ya que se considera que cada maestro debe crear su método, sugerido de otros ya experimentados, pero siempre elaborados por una vocación puesta al servicio de la profesión.
            Respecto a los edificios escolares deberán reunir toda una serie de condiciones higiénicas y poseer las dependencias anejas indispensables.
            Y en cuanto a la labor escolar, al ser las escuelas mixtas en su mayoría y las demás unitarias, han de hacerse tres grupos: grado de iniciación, medio y superior.        
            Soria tuvo, por consiguiente más escuelas y más maestros e inspectores. He leído en “El Porvenir Castellano” de 21 de marzo de 1934 sobre la inauguración del grupo escolar “Manuel Blasco” (hoy La Arboleda).
            He observado en la prensa del momento el mayor protagonismo adquirido por las maestras, siempre denominadas señoritas (acaso porque antes, para ejercer la profesión, se les exigía no estar casadas).
            Y he podido constatar la gran labor de estímulo a la cultura y eltrabajo como motores del progreso de los pueblos  aportada a los maestros de los pueblos por dos magníficos Inspectores-jefes de Enseñanza Primaria: el primero y gran pedagogo soriano Gervasio Manrique Hernández (1891-1978) y la segunda su sucesora en el cargo, a partir de marzo de 1934, tan competente como identificada con la causa republicana, quien fuera en el entonces único Instituto de Enseñanza Secundaria de Soria alumna de Antonio Machado, María Cruz Gil Febrel.
José María Martínez Laseca
(18 de marzo de 2018)

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